Visto desde la perspectiva humana, desde su profunda sensibilidad como ser humano, cabe destacar en el prócer puertorriqueño Eugenio María de Hostos el amor inmenso sentido por su familia: por sus progenitores, por sus hijos, por sus hermanos y, sobre todo, por la que fuera su compañera hasta el último instante de su vida, Belinda Otilia de Ayala, quien estuvo a su lado, dando muestra de un profundo amor, de un respeto que rayaba en la veneración, en el momento triste de su muerte, acaecida muy entrada la noche del 11 de agosto de 1903 en la ciudad de Santo Domingo, República Dominicana. Llovía a torrencial y bramaba el viento; también el mar Caribe rugía: era fuerte el oleaje por Güibia, próximo al hogar del Gran Maestro que partía.
Con la cubana Belinda él se había unido en matrimonio en Caracas, Venezuela, el 9 de julio de 1877. A ella, a la que cariñosamente llamaba Inda, cuando estaba lejos del hogar en sus afanes libertarios le escribía hermosas cartas de amor, llenas de ternura, de lealtad y de respeto.
Leamos fragmentos de algunas de esas misivas, como aquella fechada por el Gran Maestro de América el domingo 5 de agosto de 1877, en Asunción, Paraguay:
«¡Qué tristeza sin ti, Inda querida! Mientras han durado los exámenes…Iba a decirte que había estado distraído; pero no es verdad. Más de una vez me sorprendí abismado en tus recuerdos, y tuve que esforzarme para no parecer mal Rector. Pero ahora que vengo a nuestro cuarto, y lo veo solo, desamparado de ti, sin la luz peculiar que tú le prestas, me ha caído encima la tristeza. ¡Inda, alma mía! ¡Qué falta me haces para todo! Hasta para estar contento de mí te necesito. Más tuyo que nunca, Hostos».
Estando su adorada esposa en Mayagüez, Puerto Rico, Hostos le escribe desde la isla de Saint Thomas el 18 de junio de 1878:
«¿Me has escrito ya, alma Inda? ¿Volverás a escribir? ¿Seguirás escribiéndome hasta que, estando ya embarcada, tengas la seguridad de que, con el consuelo total de tu presencia, no necesito ya del consuelo parcial de tus cartas? ¡Qué falta me hacen!, ¡qué falta me han hecho!
[…]
No estoy abatido, y mientras más me doblegan las circunstancias, más fuerte me siento para luchar y para vencer; pero no sé; desde que nos separamos me dejaste sin tu luz, y la falta de tus cartas me enloqueció, perdí aquel reposo de ánimo que tú no me viste perder en ninguno de los momentos gravísimos que, desde tan poco después de unirnos presenciaste y valerosamente compartiste. Si este decaimiento en que tu ausencia me ha puesto es un tributo de amor, es una prueba de la virtud fortificante que tienes para mí, recibe la prueba y el tributo: nunca fueron más merecidos; nunca tampoco más sinceros, porque tan locamente amada por su esposo habrá tal vez alguna esposa; pero tan religiosamente adorada como tú, ninguna.
Con mil besos de tu
Hostos»
Sólo transcurrirían cinco días desde esa carta cuando el enamorado esposo, sin poder contenerse, le habría de escribir nuevamente a su adorada esposa, desde la citada isla, el 23 de junio de 1878:
«Inda querida de mi alma, verdadera Inda de Eugenio: Lléguente los besos que he dado a tus amadas esquelitas: no hace mucho he vuelto a leerlas; ahora acabo de besarlas; y mientras escribo esta carta, las saborearé. ¡Qué bien saben, esposa mía, tus palabras! ¡Y después de tanto tiempo…! De tanto tiempo, Inda todo y toda mía, que casi había perdido la memoria de tu acento bienhechor. […] Y es tanto el bien que tus cortas expresiones de afecto me hicieron, que, por primera vez desde hace mucho tiempo, me sentí ligero al andar, y por primera vez me acosté con sueño y dormí bien. Dormí tan bien, que soñé iba a recibirte y que te veía.
[…]
Tú vendrás, alma Inda, tú vendrás en ese soñado y espoleado primero de julio, y todos mis males se acabarán, y todas mis heridas serán curadas.
¡Qué pruebas las tuyas chiquilla! ¡Con la carita de niño mimado con que, para probarme lo necesario qué te soy, me dices: “Desde que me separé de ti, no he tenido un día bueno; actualmente estoy mala, o mejor, convaleciente” de calenturas!
¡Bueno!, dispuesto estoy y resignado de antemano a los castigos que me impongas; pero ten cuidado con tus manecitas, porque por defenderme, puedo comérmelas. Como anticipo, cuenta cien besos.
Con alma, vida y corazón,
Tu
Eugenio».
En julio de 1879, desde la ciudad de La Vega, República Dominicana, el peregrino del ideal le escribe a su esposa Belinda así:
«Inda de mi alma:
En este momento de llegar a La Vega, se presenta quien pueda llevarte pronto una carta mía a Santo Domingo. En ella no puedo por ahora decirte sino […] que pienso dormido y despierto, en campo y poblado, acompañado o solo, en ti, mi alma, mi delicia, mi ensueño continuo y mi continua esperanza».
Belinda estaba, en ese momento, embarazada de su primogénito, Eugenio Carlos. Por eso Hostos le dice en esa carta:
«Acuérdate de que tenemos que tratar de ser felices en nosotros mismos para dar algún resplandor de felicidad al dulce ser que preparas para la vida. Postrado ante ti, alma de mi alma, te beso en las manos que conocieron primero mis besos, en la frente y en el alma.
Otra vez a tus pies, querida de mi alma.
Eugenio María».
Muchas fueron las cartas que Eugenio María de Hostos le escribió a Belinda, desde muchos lugares y en diversas circunstancias, todas cargadas de amor y de ternura. En un estudio de su epistolario íntimo habremos de abundar más en ellas. Por ahora, queda esta breve reseña como una muestra de ese amor sentido hacia su pareja por el inmortal Ciudadano de América.