Estamos locos, José Luis. Acéptalo. Yo lo acepté. Estamos desquiciados, de manicomio. Que alguien nos medique, pana, que nos tranquen.
César Pérez también. Amárrenlo y sédenlo. Aura Celeste: de atar está esa señora. Andrés L. Mateo no sé cómo es que anda por ahí sin una camisa de fuerza. ¿Sara Pérez? Xanax con ella, megadosis.
A Altagracia Salazar, Edith Febles, Amelia Deschamps, Marino Zapete, y Marien Aristy hay que ponerles cloroformo y acostarlos a dormir en una habitación acolchada. Jhonatan Liriano pide a gritos un CAT-Scan. Huchi y Diana Lora, dementes padre e hija.
Alucinamos, colega, alucinamos. Los videos, los golpes, las trampas, la suciedad, la matemática sicodélica, el irrespeto a los procedimientos, los incendios… Dejemos de fumar cáscara de guineo, José Luis. No nos hace bien. Nubla nuestras percepciones. Nos atosiga. Atrofia nuestro entendimiento. Debemos revisarnos.
El consenso oficialista dice que la bacía es yelmo, amigo mío, ni siquiera baciyelmo. Estamos viendo el asunto de manera equivocada. Tenemos el sol en los ojos y el alboroto circundante nos desorienta. No podemos confiar en nuestros sentidos.
Tampoco en nuestra inteligencia, que tan bien nos había servido hasta ahora. Queda supeditada de pronto a la opinión de medios que claramente no están cooptados, de periodistas que obviamente no son bocinas, y de aventureros de la palabra que hacen gala de tolerancia (pero con la pillería), de apertura a todas las posibilidades (en especial si descargan a los pillos), de plasticidad ética (todo es relativo, al fin y al cabo), y de un temperamento profundamente compasivo… pero única y exclusivamente cuando la bandeja de la balanza se inclina a su favor, cuando son ellos los que están guarecidos bajo los cobertizos del poder y pueden darse el lujo de predicar subjetividad, ambigüedad, creando un clima donde nada tiene asidero, donde no hay verdades objetivas, donde todo es del color del cristal con que se mira. Habiendo acumulado el poder del lado de ellos (y “ellos” pueden ser cualquiera de los contendientes), se vuelven magnánimos con las definiciones, indulgentes con los plazos, flexibles con los procedimientos, generosos con el uso del ejército, y pacientes con las triquiñuelas de los suyos — al tiempo que son estrictos con la forma en que deben ser canalizadas las quejas, exigentes en sus llamados a la paz y el orden, e implacables en su noción de cómo, cuándo, y por qué debe la oposición protestar. Cobran hasta el último chele antes de los treinta días, pero cuando les toca pagar redondean para abajo, noventa días después, y todavía se lo encuentran caro.
¡Perdón! Ahí vuelvo yo con mis locuras. Es que no aprendo. Es que no aprendo. Se me da muy mal el doublethink. Necesito ayuda, quizá en forma de una lobotomía. ¿Entenderían mi emergencia los chicos y chicas del 911?
El emperador no está desnudo, José Luis. Tenemos que cambiar los espejuelos. ¿No ves cómo los empresarios debaten acerca de la magnificencia de las telas? ¿No escuchas a la iglesia elogiando la elegancia del corte? ¿No escuchas a todos esos intelectuales, José Luis, ¡intelectuales!, discutiendo la paleta de colores, los patrones, los accesorios, el bordillo, los flecos, las puñetas, los cuellos, las mangas, las calzas, los fondillos… Nuestro emperador luce un traje fabuloso, y que no podamos apreciarlo es culpa nuestra… Hay que cogerle un chin el ruedo, eso sí, dicen ellos, hay que ajustarlo de cintura, admiten ellos, hay que dejarlo remojando en cloro, pero no mucho, quizá darle una planchadita, pasarle el remueve-pelusas, confiesan ellos, conceden ellos, pero carajo, ¡qué traje! ¡Qué traje!
No. No, José Luis, eso que vemos ahí no son las verijas del emperador. Eso de ahí no es su culo lánguido, reseco y no del todo limpio; esas no son sus nalgas esmirriadas y pellejúas; eso de allá no son sus testículos pelados; esas no son sus rodillas llenas de psoriasis; no es pie de atleta eso que le come la entrefalange; no son esas sus costillas protuberantes, su caja del pecho hundida, el espinazo torcido por la escoliosis, el ombligo mugriento. ¡Qué bruto eres! ¡Qué brutos somos! ¡Vergüenza debería darnos! ¡Cuánta gente que no sabe de trajes!
Y lo peor es que no estamos solos, amigo mío. Lee nada más esta locura, esta insania de Guillermo Cifuentes:
Dime si a este lunático no hay que ponerle un bozal y una carlanca de cimarrón. Pero, ¡a quién se le ocurre!
Un joven comentarista de uno de mis muros — otro maldito loco — tuvo la osadía de postear la definición de dictadura según Wikipedia. Dice que dictadura “es una forma de gobierno en la cual el poder se concentra en torno a la figura de un solo individuo o élite, generalmente a través de la consolidación de un gobierno de facto que se caracteriza por una ausencia de división de poderes, una propensión a ejercitar arbitrariamente el mando en beneficio de la minoría que la apoya, la independencia del gobierno respecto a la presencia o no de consentimiento por parte de cualquiera de los gobernados, y la imposibilidad de que a través de un procedimiento institucionalizado la oposición llegue al poder.”
Nuestro problema, José Luis, la prueba contundente de que estamos mal de la cabeza, es que nosotros leemos esta definición y de una vez pensamos, “Cónchole, pero ese parrafito como que describe bastante bien la situación en República Dominicana… ofrézcome”. Para corregir esto haría falta que al instante recibiéramos una descarga de cien voltios en las tetillas, porque si insistimos en nuestro error, si persistimos en la soberbia de hacer uso de nuestro raciocinio, ¿cómo diablos vamos a lograr un gobierno de unidad que trabaje en pos de un futuro de esperanza y de libertad?
Caramba, ¿viste eso? Ya casi casi estoy hablando como todos esos demócratas con olor a humo en el pelo, cachispa de borrador en las mangas de la camisa, y un par de valijas de seguridad en el baúl de sus carros. ¡A trabajar, a trabajar! ¡La patria espera por nosotros! ¡A pasar la página y a trabajar!
Estás loco, José Luis. De remate. Don César, algo habrá que hacer con usted, pero no podemos permitir que ande así, suelto por la calle. Que alguien amarre a Sara a los pilares de su cama y le ponga un crucifijo en el pecho, como en aquella película. Aunque yo lo que debería hacer es callarme la boca y no darles más ideas a todas esas patrullas ortopédicas dedicadas, desde sus diferentes púlpitos y estrados, a corregir a los heréticos que todavía creen – ingenuos que son, estúpidos que son – en definiciones de diccionario.
No seamos egoístas. Callémonos. Pensemos en todos esos inversionistas extranjeros que se aspavientan menos por la crasa falta de institucionalidad que impera en nuestro país que por las protestas que inspira. Callémonos por los pobres: ellos no merecen este caos que incitamos desde la butaca de nuestros privilegios. ¿Encima de loco, burgués? Pero, sobre todo, José Luis, callémonos por los niños. ¿Qué ejemplo es el que queremos darle a quienes heredarán el país?