Quiero contarte algunas cosas que recuerdo de cuando fui a Toledo hace muchos años. Fue en mis años de estudiante.
Madrid y Toledo forman parte de una misma región que tradicionalmente es llamada Agra. Nombre que seguramente es de origen romano porque los del imperio también estuvieron allá al igual que los musulmanes así como los judíos que también estuvieron en Toledo hace mucho tiempo.
Cuando vivíamos en Madrid conocimos a un estudiante de la universidad y una de esas noches en que comíamos tapas conocimos a un estudiante universitario y por su interés de conocer y relacionarse con personas de otras razas y culturas nos hizo conocer a otros amigos.
A uno de los participantes del grupo se le ocurrió proponer una excursión a Toledo y de paso visitar a sus parientes que vivían en un pueblecito en las alturas de una montaña cercana.
Algo que me impresiono de aquel pequeño pueblo de la montaña fue el espectáculo que ofrecían los ancianos de la comunidad cuando fueron a la plaza a coger el sol mientras se efectuaba la misa dominical en el templo al que asistían sus ancianas compañeras que al salir les seguían a la taberna a tomar vino.
Después supe que en cada invierno los que iban al parquecito a coger el sol cada vez eran menos.
La casa de los parientes quedaba en una montaña cercana a Toledo y sus habitantes y quizás los de todo el pequeño pueblecito tenían las mismas costumbres que seguramente tenían sus antepasados de varios siglos atrás.
La olla en que se cocinaban los alimentos colgaba de una cadena sobre el mismo fuego de la chimenea al frente de la que conversaban en aquellas noches frías todos los miembros de la familia.
Hasta aquella pequeña salita subían los olores que se mezclaban de la comunidad animal que vivía en la primera planta de la casa porque la segunda estaba destinada para la vivienda de la familia humana.
En aquella época, finalizando ya el siglo XX, no habían en el pueblo jóvenes porque habían emigrado a las ciudades en busca de trabajo y de las condiciones que da la vida urbana.
Al momento de irnos a acostar y que tendríamos que alejarnos del calor de la chimenea conocí un artefacto que no volví a ver después.
Se trata de un pequeño anafe lleno de brasas con tapa ahuecada, agujeros arriba y abajo y fijado a un largo agarradero que sirve para rozarlo por encima de frazadas colchas y cobertores.
Cuando visitamos a la abuela en aquel pueblecito medieval y vi los viejitos que cogían el sol dominical en la plaza del templo camine solo por una de las calles que llevan a las afueras del pueblo.
Sentí que me seguía alguien y al voltear vi que era uno de los ancianos que cogían el sol con su pantalón negro y su faja ancha de tela brillante y de un extraño rojo, con sus alpargatas, la boina negra y sus manos encallecidas.
Después cuando me detuve al borde de un barranco, el viejo guardando prudente distancia se detuvo a observarme.
Mi sonrisa le animó a preguntar.
-¿y de dónde es usted?-
-De santo Domingo. Eso queda en América- Le respondí.
Entonces me dijo con un tono que me pareció entusiasta.,
-¡Ah…! Allá en América tengo yo un sobrino.