Querida Reina, he bebido tus palabras, de allí, la necesidad de escribir algo que yo llamo carta, pero que posiblemente sea un cumulo de percepciones.

Lo primero que debo mencionarte en esta carta, porque el ejercicio me obliga a hacerlo,  es la fachada de tu hermoso libro. Aún no ha tenido competencia, no frente a estos ojos, que tal vez, no han conocido tan vasto mundo.

Podría mirar por horas las pupilas escondidas de esa niña y sin abrirlo, descubrir que adentro existe un mundo nuevo. Su mirada desencadena tristezas, crea el viento que necesitan los barcos para navegar por los mares de su cabellera. Las hojas que acarician su cara la acercan a la vida, la traen a la tierra, las hojas con sus líneas geométricas me conceden el permiso de detener mi mirada, de permitirme olvidar a esa niña en blanco y negro que das cuerpo a un diminuto libro.

He sentido el deseo de tocar una puerta, de pedir permiso para entrar al mundo interior de ese rostro.

Sorbos de Cafe

Luego, he andado cada página. Esa casita típica, llena de olores, donde descansa cada poema. Mis pies se agarran como manos al suelo de sus letras, en espera de la próxima aventura. Debo confesar, que un lápiz ha dibujado sus paredes, ahora cada casa parece un paño tejido.

Curiosamente, después de leer algunas frases, he sentido que algo de mí ha quedado habitando esa morada, esa cajita sonora que guarda la magia. Como si la frase que ha llamado mi atención fuera filosa y al cortar mi pupila devorara instantáneamente la gota de sangre: “La miro y su mirada me recuerda que la gente muere de repente”.

¿Son poemas? No sé, no quiero abrir cajones llenos de reglas. Solo deseo leerlos, releerlos, así como se insinúa, a sorbos. Descubrir en la segunda vuelta, algún duende travieso. ¿Son cuentos? Mejor no me respondas, no deseo encasillarlos. Solo andar sus historias armadas en versos sueltos, sus inicios, sus finales. Cada uno, tan uno. Beberlos también mediante un caño diminuto ajustado a mis venas.

Me he fijado bien, y he descubierto que cada poema, desplegado sobre sí mismo, desencaja piezas y se explica en sus escondites, en ellos la carga común de los días aparece en la simple mirada hacia la vida.

Poemas-cuentos, cuentos poéticos, navajas, bateas de pétalos, (yo y esta manía de ponerle nombre a la cosas…) Zumbidos que cruzan convertidos en objetos frente a mis ojos. Motores encendidos, de esos que no permiten que la mano se detenga de vaciarse, en este telegrama directo, desde algún recodo de la mente abierta por su llave.

La vida continua afuera y al hacerlo, un aroma a café inunda mi escondite. Es hora de cerrarte, libro, con ello, la despedida.