Una vez tuve un gato. Se llamaba Morenito y vivió conmigo durante 13 años. Tenía unas garras enormes con las que destruyó casi todos mis muebles, y en ocasiones podía ser maquiavélico. Pero lo cierto es que mi gato era como mi hijo, que no quiere decir que vaya a comparar a un niño con un gato. Más bien, lo comparo con un adolescente. En un instante te dan toda su atención, y al momento siguiente no quieren saber de ti. El pasatiempo favorito de Morenito era ignorarme cuando lo llamaba. A veces, como un buen teenager, podría jurar que se molestaba con mis atenciones, a pesar de que yo acomodaba mis horarios de modo que no pasara demasiado tiempo solo, y me aseguraba de dejar a alguien a su cargo cuando tenía un viaje, a quien por cierto, él siempre atacaba.
Recuerdo una vez en particular en que lo encontré escondido en el closet, y descubrí que tenía una gran cortada en el cuello. Lo llevé al veterinario y de allí salió con puntos, así que decidí cancelar todas mis actividades de esos días para cuidarlo.
Durante semanas tuve que medicarlo, y en ningún momento fallé en despertar en horas de la madrugada para darle la dosis correspondiente de su suero, para lo cual, a pesar de su debilidad, ponía mucha resistencia. Finalmente, caía vencido, y cuando terminábamos se recostaba vulnerable a mi lado.
Quería mucho a mi gato, pero confieso que disfrutaba más la idea de ser la figura humana de una mascota, que la idea de ser madre, o sea, procrear.
Por muchos años pensé que algo andaba mal conmigo por no querer tener hijos, y trataba de hacer las paces conmigo misma por ello. Toda mi vida escuché decir que ser madre es el rol más hermoso que cualquier mujer pueda ejercer, dicha información acompañada con el concepto de que mi vida no estaría completa hasta no experimentar el regalo de la maternidad.
“¿Que no quieres hijos?”, me preguntó en una ocasión una mujer cineasta. “Creo que no”, respondí. “Pero te va a quedá’ sola”, fue su conclusión. A esas alturas me estaba recuperando de una ruptura reciente y aún no tenía las cosas del todo claras, así que ciertamente esperaba más comprensión de una artista, pero al tratarse de una persona que en apariencias lo tenía todo, (pareja, hijos y carrera), su comentario trajo nuevamente a la luz mi gran conflicto existencial. Ella se supone tenía la fórmula de la felicidad, ¿por qué me costaba tanto a mí?
Gracias a la vida por mi querida amiga Wendy, a quien conozco desde la infancia y que a pesar de ser más tradicional que yo, es también sumamente honesta. En el tono transparente que la caracteriza, un día me dijo: “Déjame decirte algo, yo amo a mis hijos, y haría lo que sea por ellos, pero esta vaina no e’ fácil y no es para todo el mundo, y quien diga lo contrario está mintiendo, así que si tú no quieres parir un muchacho, yo lo veo bien. Haz lo que te dicte tu corazón”. A continuación subimos nuestras copas y brindamos por el libre albedrío de todas las mujeres.
Me gustaría pensar que en un planeta sobrepoblado mi rol es necesario. Asumiendo ser el tipo de mujer que no tendrá hijos para compensar por todas aquellas que están trayendo más criaturas al mundo de la que nuestra madre Tierra puede sustentar. Claro que habrá quienes no estén de acuerdo. Todo dependerá del cristal con que se mire.
Como no tengo -ni tendré- la experiencia de ser madre, me permito pensar en algo trivial, que es como he obtenido mi referencia de cuán grande es el corazón de la mía. Siempre me han gustado los helados, y en general no tengo problema en compartir, excepto cuando llega ese último y delicioso mordisco, que no suelo brindar a nadie. Recuerdo que cuando pequeña, ir a la heladería era toda una experiencia; mi hermano y yo nos comíamos nuestros helados con ganas, mientras mi mamá permanecía ocupada, limpiándonos las sobras de la camiseta o el vestido, y prestando atención a que esa porción final del cono, donde se mezclan el helado derretido con el caramelo, no fuera a caer al piso. Usualmente terminábamos y mi pobre madre no iba ni por la mitad; de más está decir que siempre queríamos más, así que sin pensarlo, ella nos daba lo que le quedaba. Sin un ápice de egoísmo, se deleitaba con el simple hecho de vernos felices. Es algo que hasta la fecha continúa haciendo, siempre despojándose de lo propio por los demás. Darnos la última esquina de aquel cono de helado, era literal y simbólicamente una expresión de cuidado infinito, que de manera personal uso como una sencilla analogía de amor maternal.
Admiro la fortaleza de las madres, capaces de criar a un hijo, dirigir un hogar tener un trabajo, en numerosas ocasiones solas, y aunque algunas tienen el beneficio de contar con la ayuda de una pareja, en una sociedad como la nuestra, cuando un hombre cambia un pañal, parece que se tratara de un acto heroico que hay que aplaudir. Pero, ¿quién le aplaude a estas mujeres? Yo, que no quiero tener hijos, me maravillo ante la impresionante habilidad de una madre de poder hacerlo todo, y sin dormir, debo añadir.
Personalmente he elegido un trayecto en el que la libertad tiene un precio. He tomado decisiones que han moldeado mi existencia, así como lo han hecho todas aquellas mujeres que son madres, y que sienten un amor eterno e incondicional, y a la vez sacrifican sus vidas por ver bien criados a sus hijos; lo cual me lleva al punto original de esta historia: Una vez sentí un amor maternal por una criatura que me enseñó a cuidar a alguien más que a mí misma. La experiencia fue sumamente enriquecedora, y si esto era un gato, pensaba, ¿cuán inmenso podría ser el amor por un hijo, cuánto mayor la responsabilidad, cuán enorme el sentimiento? Demasiado grande para mí, tal vez. Así que lo más interesante de toda la experiencia que tengo como una mujer que por deseo propio no tiene hijos, es lo agradecida que me siento de tener la libertad de tomar esa decisión, a la vez que admiro a las mujeres que asumen el rol de madre.