A lo largo de la historia, los grandes sabios han deseado que hagamos conciencia sobre nuestra finitud, mientras unos se dedican a acumular riquezas, éstos se han empeñado en llenarse de conocimientos para transmitirlos a los demás. Lo material queda arropado por el polvo en el tiempo y es arrasado por la lluvia, quien diría en aquellos años que hoy Roma pasaría de ser un gran imperio a ser un lugar de destino turístico o histórico, pero no solo Roma, hoy, la mayoría de las grandes construcciones de las principales civilizaciones antiguas (símbolo para muchos de eternidad, poder y grandeza) se encuentran inoperantes o en ruinas; sin embargo, aún permanecen vigentes las nobles e ilustres acciones de personas como Sócrates, cuyo legado ha sucedido generaciones, imperios y cualquier clase de inestabilidad de nuestro mundo humano, aun cuando en ese momento parecían insignificantes o sufría toda clase de atropellos por el simple hecho de cumplir con su deber.

Llevar una vida ejemplar quizás parecería utópico y diría que sólo se equipara con la fidelidad del sol cada día, el cual, a pesar de las oscuras tinieblas que a diario cubren la noche y las calamidades que en ocasiones nos visitan, cumple firmemente su propósito de nunca faltar a su cita con la tierra, alumbrando con intensidad a toda la creación divina, incluso a quienes en silencio se benefician de su luz.

Los eruditos del saber saben que hay que preparar el alma para ese viaje que algún día todos vamos a emprender, llevándonos únicamente el equipaje útil y dejando una impronta que sea capaz de quebrar la barrera del tiempo. La muerte, además de ser un axioma, es una infalible señal de que hubo vida. Este axioma asusta al ser humano que es el único ser capaz de razonar y tener conciencia de su paso por el mundo. Pero, a menudo nos olvidamos de esto y de que existir conlleva un compromiso con la sociedad, en especial con quienes nos sucederán y canjeamos este momento que tenemos de vivir por cuestiones banales; Heidegger decía que el hombre olvida al ser para consagrarse al dominio de las cosas.

Nuestro paso por la tierra es breve, conocer esto ayuda al ser humano a que sea auténtico y libre, a que no se deje consumir por la volatilidad del momento que poco a poco se acumula en el crono. No obstante, hay formas de vencer la muerte, existe un camino, aunque quizás lleno de sacrificios, Jesús nos lo enseñó y los grandes sabios lo conocen: inmortalizarnos con nuestras acciones, siguiendo el camino del bien, de la virtud y la santidad. Esta es la forma de salvar el alma y a la vez dejar un legado de esperanza a las futuras generaciones.

Carpe diem, en latín significa aprovecha el día (proviene de una locución acuñada por primera vez por el poeta romano Quintus Horatius), debemos aprovechar cada momento de nuestra vida, porque algo peor que morir es dejar que la vida nos pase sin haber hecho lo verdaderamente suficiente y valioso para el bienestar común. Hay que aprender que seguir la misión de hacer el bien, implica enfrentarnos contra las más viles injusticias, porque todo camino que conlleva a un mejor lugar está lleno de obstáculos, pero al final son esas dificultades las que nos habrán demostrado que todo el sacrificio valió la pena. Venzamos la muerte y con ésta todas las iniquidades, venzámosla viviendo una vida íntegra y cruzando cada obstáculo que nos impone la vida, aunque esto signifique sufrir los desafueros que implica seguir el camino de la verdad.

Al final, aunque no sea ahora mismo, nuestras acciones, al igual que los árboles, se recordarán por la calidad de los frutos, por la altura alcanzada, por las ramas que sirven de hábitat a otros seres, por quienes se refrescan bajo su sombra y por las profundas raíces que se sostienen en la tierra. Y cuando la muerte le dé un hachazo a nuestras vidas quedará un retoño de esperanza que germinará en la semilla de eternidad que hemos sembrado.