La ciudad de Santo Domingo, a pesar de ser el centro socio-cultural-político de la colonización española, era un pequeño espacio geográfico urbano, de pocas cuadras, definido en un momento dado por el mar Caribe, el río Ozama y murallas de mampostería.

Imperaba un régimen religioso-político-militar, de carácter dictatorial, definido en la figura del gobernador, representante de la corona metropolitana localizada en una España que emergía con poder a partir del llamado “descubrimiento” de América.

La cotidianidad estaba definida por leyes arbitrarias, resultados de imposiciones y de una interpretación moral de una teología medieval católica desfasada e ideologizada, que controlaba el comportamiento de todos los ciudadanos, partiendo del supuesto de que todos tenían que ser cristianos y vivir acorde con la formalidad de estas costumbres.

El control moral era total y arbitrario.  No había lugares públicos ni privados para las diversiones, incluso cuando la industria azucarera convirtió a españoles de apellidos en “señores”, la cotidianidad de control y abstinencia estaba vigente.  El carnaval surgió como el espacio de catarsis social, tomándose diversos pretextos de trascendencia histórico-social para terminar, incluyendo las festividades religiosas.  Durante el carnaval las manifestaciones no permitían transgredir las normas vigentes, aún en los bailes realizados por la élite en el Palacio de las Casas Reales, ni posteriormente en los casinos de los pueblos, aunque había sus artimañas para la élite salir con las suyas.

Desde entonces, pasando por el periodo republicano y la primera ocupación norteamericana, hasta la dictadura trujillista, la iglesia católica ni ninguna otra denominación cristiana, habían tenido ninguna contradicción con el carnaval, hasta el 1995 con la celebración de encuentro de la Pastoral Juvenil, que decidió la separación de las fiestas patrias, la cuaresma y el carnaval.  Desde hace algunos años, aparecen conflictos de algunos grupos de “evangélicos” con el carnaval en si, como es el caso de La Romana, donde su intromisión ha impedido su realización.

El último día de carnaval, las Cachúas de Cabral van al cementerio a llevar a los miembros difuntos, repicando en su honor los “fuetes” encima de las tumbas.

El carnaval dominicano es una expresión cultural-artística-folclórica-popular que nunca ha terminado en orgias sexuales, que incluso tiene prohibido a sus personajes tomar alcohol públicamente y en los desfiles, cuando esto ocurre, son eliminados para las premiaciones.

Es una manifestación democrática, libre, donde nunca se discrimina por las ideas religiosas, políticas o color de la piel. Las creencias y manifestaciones públicas son preferencias personales.  Son las iglesias las que se meten sin razón con el carnaval. A pesar de eso, el carnaval mantiene un trasfondo espiritual. Es más, el disfrazarse para algunas personas se convierte en promesa por siete años.  Si no la cumple cada fuera de la gracia de Dios, salvo que pida perdón.

Durante la dictadura trujillista, la Comparsa de los Indios de San Carlos, encomendada a Cándelo Sedifé, salía a las calles, después de la bendición de Doña Blanca, Servidora de Misterios, abuelita de Iván Domínguez, que yo conocí y que ellos llamaban “nuestra madre”.  Los diablos no comenzaban sus recorridos, sin antes ir donde Sara o Anita Caba a recibir sus bendiciones, también Servidoras de Misterios.

Incluso algunos de los carnavaleros eran Servidores de Misterios, como es el caso de Papá Lilo el jefe indios más impresionante y carismático del carnaval nacional, como era el caso también de Papo y hoy de Rochi Nelson, el Robalagallina de Banì.

Pipí, Sergio de Jesús Rosario, era el carnavalero, Servidor de Misterios, más espectacular del carnaval de la ciudad de Santo Domingo, el cual salía vestido de Robalagallina en trance, “montado” en Ana Isa, el cual siempre llevaba en brazos una hermosa muñeca vestida de amarillo.  José Aliés, impresionante jefe de la Comparsa de los Diablos de San Carlos, en cada carnaval, su traje era representativo de uno de sus metresas o luases protectores.  Cuando era dominante el color amarillo, estaba dedicado a Ana Isa o cuando era rojo con verde a Belié Belcán.

“Linda”, el último Jefe Guloya, tenía en un cuartito su traje como un símbolo sagrado, colgado siempre en un pequeño altar que tenía como protección, al igual que José Datt, el Robalagallina más espectacular que ha dado Montecristi.  El chino, diabla, jefe de comparsa, del Municipio de Santo Domingo Este, nunca salía disfrazado sin sus resguardos encomendados a Belie Belcán y a Ogún Balenyó.

Para los carnavaleros, creyentes de la religiosidad popular, sus creencias no entraban en conflictos con sus creencias católicas, porque para ellos eran complementarias no excluyentes y nunca contradictorias, ganando con esto el carnaval un contenido existencia de espiritualidad y energías positivas.

Incluso, incluso hoy, un creyente católico, amparado en las recomendaciones de la reunión de obispos latinoamericanos del Concilio Vaticano II, realizado en Puebla, México, sobre la relación de la iglesia católica con la identidad cultural de los pueblos, es uno de los personajes más fascinante e impresionante del carnaval dominicano.

En La Vega, donde el diablo “cajuelo” es la figura central de su carnaval, como en diversos pueblos del país, no porque sea esto un culto al diablo, sino una sátira a este personaje bíblico-cultural, comienza su carnaval con una misa católica.

El carnaval es hoy una expresión sagrada del pueblo dominicano, convertido en una pasión, cuya catarsis está llena de espiritualidad y es una de sus manifestaciones más trascendente de su cultura popular y de su identidad.