Hoy, peinando muchas canas y algo estrujado por los años vividos, sin temor a equivocarme puedo decir que de las personas que he tratado durante mi existencia, la que más cercana a conocerme por entero ha sido Carmen Teresa Rafaela Rodríguez, quien fue mi compañera de estudios, amiga, enamorada, novia, esposa y camarada; y durante el quebranto que la llevó a la muerte, fui su
enfermero.
Carmen, fue un ser humano sensible, valiente, inteligente y solidario. Todo aquel que tuvo la dicha de conocerla sabe que estaba acompañada de virtudes que la elevaron como mujer.
El buen corazón de Carmen, su altruismo y fina cortesía demostrada; la serenidad que la acompañó; su proceder compasivo y buenos sentimientos, han hecho que la valore como una persona excepcional, extraordinaria, infrecuente en un mundo como el de hoy, en el cual no abundan los seres humanos nacidos para servirle a la humanidad.
Carmen merecía vivir muchos más años de los que vivió, porque de encontrarse todavía formando parte del mundo de los vivos hubiera seguido haciéndole aporte a la especie humana y, en particular, la vida agradable a sus hijos, nietas y nietos.
Al cumplir Carmen, hoy, catorce años de su muerte, no tengo palabras para explicar lo mucho que la extraño, y me conformo con decir, que la tengo tan presente como el día que nos conocimos, de cuyo encuentro se cumplieron ya 60 años. Carmen, adiós.