Cuánta suciedad hay entre nosotros./J. A. Ratzinger (Benedicto XVI).
(Pedro Julio Jiménez Rojas.) Una de las ventajas que tienen las personas discretas sobre aquellas que no lo son es que están en condiciones de conocer las opiniones de éstas últimas mientras se reservan las propias, y si en los dominios de la religión siempre he intentado ser lo más prudente posible, los juicios proferidos el Domingo de Ramos por el cardenal me fuerzan a salir de mi acostumbrado mutismo en estos escabrosos asuntos.
Al tratarse del máximo representante del Episcopado dominicano y el supremo pastor del rebaño católico nacional, no quise durante la celebración de la Semana Santa ni tampoco antes de la canonización de los pontifex maximus Angelo Roncalli y Karol Wojtyla, llevar a la prensa mis personales críticas para en cierto sentido no comportarme como un aguafiestas.
Deseo iniciar este artículo señalando que algunas personas pueden poner en duda la existencia de los Dioses pero nadie en absoluto puede cuestionar la presencia de las religiones en el mundo pues éstas satisfacen la muy humana necesidad de ser trascendidos, porque como todos sabemos, el instinto gregario, material que poseemos debe ser sobrepasado por algo que sea más espiritualmente gratificante.
Cuando los marxistas pregonaban que la religión era el opio de los pueblos no negaban con ello su existencia sino la nocividad de su práctica, y en estos inicios del siglo XXI toda persona medianamente instruida debe saber que Dios puede ser para algunos una convención o una abstracción metafísica pero la religión, al igual que la sexualidad, es un destino que afecta todos los niveles de la vida y si se intenta suprimirla los resultados son tan devastadores como cualquier represión sexual.
En virtud de que todos los representantes terrestres de las grandes confesiones monoteístas tales como el Judaísmo, Cristianismo y el Islam constituyen el enlace entre nuestras ansias de trascender y ese poder sobrenatural que está fuera de nuestro alcance, estos ministros del mas allá deben intervenir lo menos posible en los asuntos mundanos porque corren el riesgo de incurrir en rebatibles valoraciones.
Viviendo en París conocí a un español de Valladolid que vivía junto a su esposa y tres niños en el boulevard de Sebastopol. Me confesó que fue abusado por un cura antes de cumplir los 10 años de edad y las consecuencias de esa traumática experiencia fue el convertirse desde su adolescencia en paciente permanente de psiquiatras y psicólogos
A nivel de la población dominicana se está convirtiendo en axiomática la expresión de que cuando el cardenal habla la polémica, la controversia está servida debido a su frontal desacuerdo con los posicionamientos considerados modernos y progresistas en lo concerniente a problemas puntuales de la existencia humana, apoyándose en estos casos en un argumentario calificado como caduco por los sectores de avanzada –como antes se decía-.
No pocos amigos me han indicado que al ser la bandera dominicana el pabellón de la cruz y de los evangelios López Rodríguez se cree con el derecho de opinar en todo lo relativo al acontecer nacional, siendo al mismo tiempo el abanderado de un pequeño Estado europeo -El Vaticano- cuya superficie es inferior a un 1Km2, una población de 700 habitantes, su idioma oficial es una lengua muerta y cuya soberanía fue reconocida en Letrán en 1929.
Cuando de una manera soberana el Departamento de Estado de los Estados Unidos designó como embajador en este país -y en otros como España- a un representante del activismo gay estadounidense como respuesta al apoyo que este numeroso colectivo ofreció a la repostulación de Obama, el más alto portaestandarte de la iglesia de Roma en Santo Domingo conjuntamente con algunos políticos y custodios de la moral tradicional denunciaron ruidosamente este nombramiento.
Este paladino rechazo cardenalicio era de esperar en alguien cuya formación teológica se asienta en las llamadas Sagradas Escrituras, donde tanto en el viejo como en el nuevo testamento encontramos versículos que condenan la homosexualidad –denominada entonces sodomía- que desde esa época fue considerada por los creyentes como un pecado nefando o sea algo abominable, que repugna éticamente y que su sola mención hace hasta cierto punto incurrir en él.
En Génesis 19,1-29; Romanos 1, 24,27; en Primera Corintios 6, 10 y en Primera Timoteo 1, 10 se relata lo sucedido a los ángeles que fueron enviados a Sodoma y Gomorra; el futuro que tendrán los parricidas, matricidas, sodomitas, perjuros y secuestradores y en especial, lo pronosticado en Corintios donde se asegura que ni los fornicarios, idólatras, afeminados, ni los que se echan con varones heredarán el reino de Dios. Todos sin excepción irán sin remisión al infierno.
Todos los aspirantes a sacerdotes desde el noviciado y el seminario – he sabido que éste último término deriva de semen, la semilla del hombre – tienen conocimiento de éstas apocalípticas predicciones vetero y neotestamentarias, que simultáneamente con el pronunciamiento de los votos de castidad requeridos para su ordenación proscriben terminantemente, no sólo el ayuntamiento carnal con sus compañeros de sexo sino también, aventuras eróticas con las descendientes de Eva.
Un sobresalto igual al que me provocaría descubrir un busto de Boyer en la rectoría de la UASD, me causó leer en la edición del “Listín Diario” correspondiente al domingo 13 de abril unas declaraciones del cardenal donde éste afirmaba: 1) que en la iglesia no es donde hay más pederastas, 2) que hay muchos médicos, maestros, que no son sacerdotes y sin embargo, son pederastas y 3) que los que cometen ese delito deben copiar, imitar al Papa que pidió perdón por los abusos sexuales de sacerdotes a menores. Finalizó expresando que ya él-López Rodríguez – pidió perdón por el caso del Nuncio apostólico Joseph Wesolowski.
Con el propósito de confrontar éstas purpuradas opiniones se hace imperativo hacer estas precisiones: el vocablo pederasta y su sinónimo pedofilia –ambos provienen de paidos que significa en griego niños- define la práctica sexual con niños o mejor la atracción que exhiben algunos adultos por ellos, mientras que el término efebofilia comprende a quienes tienen predilección erótica por los jóvenes o adolescentes, es decir, por los que ya les dijeron adiós a la pubertad.
Es verdad que en el mundo de las modas, de la perfumería, de la belleza, el arte y la farándula puede haber hasta más invertidos que en la iglesia – en esta última según las estadísticas alcanza un 12% aproximadamente, porcentaje que triplica la estimada en la población en general que es un 4% – pero lo que ocurre es que en los mundos antes mencionados la atracción homoerótica no es por los niños sino más bien por los efebos, los muchachones o tígueres como dice Shakira.
La pederastia es por mucho la variante homosexual más común en el sacerdocio católico contrariamente a lo que acontece con los modistas, artistas y faranduleros de cualquier pelaje cuyas parejas fijas u ocasionales en el lecho son casi siempre adolescentes, mancebos mentalmente desarrollados que aceptan voluntariamente el patrocinio o tutela de los llamados cónsules de Sodoma para agenciarse así un mejor pasar, un vivir con mas desahogo material.
Es por esta clara evidencia que difiero con la primera apreciación del cardenal al afirmar éste que la iglesia no tiene la preponderancia de la pedofilia, pues solamente basta con inventariar los sonados casos locales del Nuncio apostólico, el cura Gil de Juncalito y el padre Johnny de Constanza para uno cerciorarse de que la pasión menorera es lo que excita a estos filisteos servidores de Dios para cometer sus abusos y desafueros.
La segunda advertencia de López Rodríguez cuando informa en sus revelaciones a la prensa de que hay muchos médicos, maestros – de cualquier profesión diría yo – que no son sacerdotes y sin embargo son pedófilos es a mi juicio una perogrullada más grande que el Aconcagua, pero sospecho que al hacerlo intenta persuadir a los demás de dos cosas: que la iglesia no tiene la exclusividad de esta parafilia –lo cual no es verdad- y también con el objetivo de justificar la supuesta reparación papal sugerida en su tercer señalamiento.
Dice en este tercer punto que los que cometen este delito deben copiar, imitar al actual incumbente de la Santa Sede –el argentino Jorge Mario Bergoglio – que pidió perdón por los abusos sexuales de sus sacerdotes a menores, y como nota final expresó que él mismo –López Rodríguez – pidió ya perdón por el escandaloso caso del Nuncio en Santo Domingo – el polaco Joseph Wesolowski – que la indiscreta cámara de Nuria puso en conocimiento de todos los televidentes.
Es justamente esta última declaración cardenalicia la que me ha invitado a recargar las tintas, no tanto por considerarla como un intolerable ejercicio de soberbia según el criterio de algunos articulistas de la prensa digital nacional sino mas bien, porque la penitencia exigida -pedir perdón por el hecho cometido- es sumamente ridícula, insignificante, si lo comparamos con el infame pecado en que han incurrido los curas que prefieren en sus arrebatos sexuales los imberbes e inocentes niños.
Cuando somos niños, el alzacuellos de la ropa civil de los sacerdotes; los paramentos de sus vestiduras eclesiásticas –estolas, mitra, casulla, roquetes, báculos-, oficiar la misa en un idioma no comprensible en aquellos tiempos preconciliares; ser los consultores de nuestros padres en asuntos éticos; ser nuestros maestros al iniciar la escolaridad en los colegios confesionales y ser escasamente avistados en los lugares públicos, les otorgan un prestigioso aislamiento universalmente aceptado por la población creyente.
Si en adición a esto dicen habitar en la casa de Dios como son las iglesias; son quienes nos conceden el perdón al confesarnos; nos bautizan al llegar a este mundo; bendicen la apertura de un local o el inicio de un intercambio deportivo, en fin presiden el enterramiento de nuestros padres, amigos y familiares consolando con evangelísticas palabras a los deudos, no cabe duda alguna de que gozan de una estatura moral muy superior a nuestros padres acercándose a lo más parecido a Dios existente sobre la tierra.
Todos los curas tienen conocimiento de esta especie de paternidad vicaria que tienen sobre el promedio de la comunidad y en especial en la vulnerable mentalidad de los niños, y cuando basados en esta premisa sus progenitores los inscriben en un colegio, noviciado o seminario están completamente convencidos que sus pupilos están en unas manos mejores que las suyas, adquiriendo por añadidura una formación educativa y espiritual indispensable para el bienestar de su cuerpo y de su alma.
No debe existir trauma más espantoso en el mundo que el padecido por un niño cuando en lugar del buen consejo, la sabia advertencia, y la desinteresada benevolencia esperadas del sacerdote encargado de su perfeccionamiento moral e intelectual, éste le somete a una súbita e impúdica exploración corporal mediante manoseos y toqueteos de sus partes pudendas que por su inmadurez sexual no manifestarán respuesta alguna. Pienso que en estos casos el representante terrestre de Dios se permutará en su mente en un ángel endemoniado.
Para ciertos curas esto no basta recurriendo entonces a la dolorosa penetración anal de sus víctimas responsable de rasgaduras y rompimientos de la mucosa rectal que en ocasiones ameritan cirugías reconstructivas. Ahora bien, por la prestancia que disfrutan en la sociedad los sacerdotes católicos autores de este crimen por lo general no son denunciados, ya que los padres de las víctimas estiman que su conocimiento perjudica más al niño y familiares que a la iglesia. Este grave error se está corrigiendo en muchos países y las indemnizaciones solicitadas están vaciando las arcas vaticanas.
Viviendo en París conocí a un español de Valladolid que vivía junto a su esposa y tres niños en el boulevard de Sebastopol. Me confesó que fue abusado por un cura antes de cumplir los 10 años de edad y las consecuencias de esa traumática experiencia fue el convertirse desde su adolescencia en paciente permanente de psiquiatras y psicólogos, gastar un dineral en ansiolíticos y psicofármacos y aún décadas después solía despertarse en medio de apocalípticas pesadillas que perturbaban su estabilidad emocional. Decía tener suerte porque en su caso otros se han suicidado o padecen de atroces neurosis.
Amigo lector, es posible que el perdón eclesiástico solicitado por estos pedófilos y concedido por las altas jerarquías de la iglesia baste pare resarcir un delito de esta naturaleza? Qué hígado deben tener las autoridades u organismos religiosos para conformarse con tan leve penalización? En vista de que no hay vistas públicas como hacía la iglesia durante la Inquisición para llevar a la hoguera los homosexuales adultos consintientes –que era algo mucho más tolerable– al final del todo nunca sabremos si estos pederastas serán efectivamente purgados o condenados.
Nada raro resultaría encontrar a este criminal, después de un momentáneo proceso de ocultamiento preventivo, presidiendo una parroquia en Dumdum, Suchitoto, Chichicastenango, Irapuato, Catamarca o Tacuarembó, ciudades que nos resultaría difícil ubicar en un mapa, donde seguramente reincidirá en su pecado al tratarse la pedofilia de una preferencia incurable y que como todos sabemos, sigue siendo perseguida incluso en los países donde las uniones civiles y el matrimonio entre personas del mismo sexo son permitidos. El Vaticano debería aplicar el Convenio de Lanzarote del 2009 que impide trabajar con niños a los condenados por delitos contra menores.
Algunos incluso son premiados como fue el caso del fariseo y pedófilo Arzobispo de Boston el Reverendo Bernard Law que por la intercesión del hoy San Juan Pablo II fue sacado de Norteamérica y designado como arcipreste de una de las cuatro basílicas del Vaticano. Qué afrenta. También fue muy cuestionable el comportamiento de este nuevo miembro polaco del santoral cristiano con respecto al degenerado Marcial Maciel el fundador de la congregación católica Los Legionarios de Cristo en Méjico cuyas visitas a Roma constituían para la Santa Sede un verdadero maná caído del cielo.
Señor Cardenal, el perdón como penitencia hacia algo tan repudiable como es el traumatizar de por vida a niños impúberes no es suficiente, no recompensa ni a las víctimas y mucho menos a los progenitores o la sociedad, y esta blanda tolerancia hacia lo interno así como la jacobina agresividad hacia lo externo de la iglesia, es una de las causas de las grandes deserciones actualmente registradas entre los feligreses de esta confesión religiosa que consideran inaceptables sus procedimientos.
Es la aplicación de castigos tan veniales y gaseosos como es el perdón a los pedófilos una de las razones que explican esas radicales conversiones ocurridas a menudo dentro de los fieles parroquianos, tal y como le sucedió a aquel gobernador de Tabasco, Méjico cuando el gobierno de Lázaro Cárdenas. Se hizo tan anticlerical que prohibió a los tabasqueños la palabra adiós al despedirse o saludarse y que en su lugar se usara salud. No quería que se nombrara a Dios ni siquiera en este cotidiano gesto o expresión de cortesía.
Como antes decía, esta aterciopelada indulgencia de las autoridades eclesiásticas hacia los pecadores miembros de la clerecía y su rabiosa intransigencia hacia los laicos ante la misma infracción cometida, es lo que concita las críticas de la ciudadanía sensata y las anécdotas que relataré como finalización de este trabajo ilustrarán esta secular ceguera eclesial hacia lo íntimo, lo intestino y su arrogante soberbia hacia lo profano.
La primera es que antes de ser canonizado como San Ignacio de Loyola este vasco fue sorprendido por un marido celoso haciendo el amor con su mujer en su propia cama, teniendo entonces que lanzarse por una ventana fracturándose una pierna. Durante su convalecencia se dedicó a leer vidas de santos, reconoció que la suya era una porquería y por ello se convirtió. Pues bien este adúltero personaje es el fundador de la compañía de Jesús –los jesuitas- a la cual pertenece el Papa Francisco.
Aquí en Santo Domingo el arzobispo Antonio Sánchez Valverde violó a la novia de su primo hermano. El fruto de esta violación fue abandonado en la puerta de la iglesia La Altagracia. Un joyero lo tomó, lo crió y con el tiempo se hizo alcalde de Azua. Se compró una esclava a la cual hizo su esposa procreando nueve muchachos, uno de los cuales fue el cinco veces presidente de este país: Buenaventura Báez.
La última anécdota y la más conocida de todas concierne a Monseñor Fernando Arturo Meriño cuyas andanzas por los terrenos al margen de los votos de castidad pronunciados son del dominio público, constituyendo una delicia para el autor de este trabajo lo externado por un nieto suyo el Dr. Defilló en una entrevista que le hiciera Ángela Peña del periódico “Hoy” cuando al preguntarle sobre su abuelo exclamó: “Monseñor no era mujeriego sino proclive a la feminidad”.
Como punto final recomendaré que cuando tenemos techo de cristal no es aconsejable lanzarles piedras a los vecinos, y que si Israel exagera en las operaciones de castigo para penalizar a los jóvenes palestinos que sólo les tiran piedras, la denominada esposa del cordero –la iglesia- debe amarrarse bien los pantalones para sancionar de una manera ejemplar a los sacerdotes que olvidan los versículos del Génesis, Corintios, Romanos y Timoteo antes citados para entregarse a la pecaminosa práctica de la pederastia.