En febrero de 2017 le notificaron a Ernesto Cardenal que debía pagar una cantidad ofensiva de dólares por «daños y perjuicios». Todo había sido orquestado por el revolucionario arrepentido que gobierna Nicaragua y que al parecer, ya tiene su diploma de déspota, para desgracia de los nicas y de todos nosotros. «Soy un perseguido político de Ortega y su mujer», dijo el poeta en aquel momento.

El hostigamiento judicial estaba relacionado con unas tierras en Solentiname, donde puso en marcha su filosofía a favor de los desposeídos. En 1966, en ese archipiélago, fundó una comunidad artística, gracias a la cual, campesinos, pescadores y artesanos, aprendieron a leer y escribir, al mismo tiempo que se iniciaban en la pintura, escultura y, por supuesto, en la poesía liberadora. Hasta ese rincón tropical fue el mismísimo Cortázar. Viaje que rememora en uno de sus relatos y en el que también menciona la admiración y el afecto que siente por el nicaragüense: «Una mano se me prendió del saco y detrás estaba Ernesto Cardenal y qué abrazo poeta (…) Siempre me sorprende, siempre me conmueve que alguien como Ernesto venga a verme y a buscarme».

Tres años después del oprobio legaloide, nos enteramos con tristeza que Cardenal ha muerto. Sucedió en Managua, el pasado primero de marzo. Tenía 95 años y un legado enorme, en la literatura, en las batallas contra el tirano (los Somoza company primero y los Orteguita, SA después).

Poeta, revolucionario, sacerdote, siempre fue un hombre difícil de encuadrar, pues superaba cualquier molde: literato, hombre de acción, íntimo de las las musas, monje trapista, ministro de cultura, amigo de los desvalidos… Tuvo por lo menos dos amores permanentes, la poesía y la fe, aunque acaso sean la misma cosa. En una entrevista recordaba a su padre recitando a Rubén Darío (La marquesa Eulalia risas y desvíos, daba a un tiempo mismo para dos rivales, el vizconde rubio de los desafíos y el abate joven de los madrigales), para luego agregar que él mismo creía también en Lorca y Neruda, en los Evangelios y la justicia.

Nicaragua, tierra de volcanes y poetas, o mejor dicho, de poetas volcánicos vio, en palabras de su amigo Sergio Ramírez, cómo Cardenal hizo que la poesía nicaragüense siguiera siendo moderna, como empezó a serlo desde Rubén Dario. Corrobora lo anterior Hora 0, de 1957, épica en la que retrata las dictaduras de Centroamérica, la intervención militar (norteamericana y local), la lucha de Sandino y la Rebelión de abril contra Somoza:

«En abril los mataron.

Yo estuve con ellos

(…)

y aprendí a manejar una ametralladora Rising

y yo recuerdo las nubes rojas sobre la Casa

Presidencial

como algodones ensangrentados».

Ahora que se recuerda la vida de Cardenal, hay una imagen salta repetidamente. La imagen de un índice en movimiento y abajo, un hombre arrodillado. El dedo inquisidor pertenece al papa Juan Pablo II, el tipo inclinado que estruja su boina es el poeta. Se le reprocha el entusiasmo con el que practica la teoría de la liberación; esto es, la opción preferencial por los pobres y, además se le suspende del ministerio sacerdotal ad divinis. La imagen es de 1983, cuando Wojtyla visitó Nicaragua. El Pontífice (voluntaria o mañosamente) no se acuerdaa como él se enfrenta a los rusos para resquebrajar la cortina de hierro y, de pasadita, ayudar a su patria.

Todavía hoy, uno se pregunta por qué Míster Vaticano no se preocupó de la pederastia que repta entre sus huestes, en lugar de gastar tanta saliva en regañar a alguien cuya lucha (es decir su vida) fue coherente. Por lo menos, su colega Francisco anuló las sanciones y según cuenta Don Sergio, en su cama de convaleciente, el nuncio apostólico le impuso la estola y entre ambos celebraron una misa de gloria.

Como si fuera el Cid Campeador, que aún muerto causaba miedo a los moros que lo veían acercarse, a lomo de su alazán Babieca. A Danielito, el poeta no deja de amedrentarlo y por eso, a manera de despedida, ha enviado un lindo contingente de esbirros al funeral, que tuvo lugar el pasado martes.

En efecto, varias patrullas y unos cincuenta policías de la ‘antimotines’ merodearon la funeraria donde se celebraron las exequias. «Ni muerto dejan de molestarlo», se escuchaba decir entre amigos y allegados. Mientras tanto, Rosario Murillo decretaba tres días de duelo nacional. Ella, que hizo intriga y media cuando Ernesto era ministro de la cultura, pues ese ámbito sólo a ella le pertenecía. «Cínicos», fue la palabra que usó la también poeta Gioconda Belli.

En fin, según su voluntad, sus cenizas irán a pasear en el archipiélago Solentiname, a nadar entre los lirios, a coquetear con los peces del lago…

Las Aguas de marzo, de la canción de Tom Jobin que sirve para anunciar la lluvia bendita en el Brasil, sirvieron para arrullarlo, para despedirlo de este mundo y, a nosotros; para enjuagarnos la pena.