El rey prusiano Friedrich Wilhelm III, el 2 de mayo de 1815, para alentar a sus súbditos a unificarse y echar de su territorio a Napoleón Bonaparte, les formuló la promesa de que tan pronto el emperador francés fuera proscrito de Prusia le daría al país una Constitución y una representación popular, luego, aunque se produjo la expulsión del alto militar galo el monarca incumplió lo prometido.
Al morir en 1840 fue sucedido por su hijo, Friedrich Wilhelm IV, a quien le tocó escuchar los reclamos de la burguesía prusiana que alentada por el auge del comercio mundial le requirió que diera cumplimiento a la promesa de su antecesor y dotase al país de una Constitución, pero el nuevo monarca temiendo que esto pudiera socavar su poder hegemónico, le contestó “que entre -el Dios del cielo, de quien él tenía el cetro, y su país, no podía interponerse una hoja de papel”.
Fue la primera ocasión en que a la Carta Sustantiva se le dio la connotación de una simple hoja de papel, con el fin de menoscabar su trascendencia política y evitar el fortalecimiento categórico de la burguesía prusiana en detrimento de la monarquía; tiempo después, el jurista alemán Ferdinand Lasalle, reivindicó esa concepción ideológica al dejar instituido que cuando los líderes políticos, sociales y el ciudadano común, no se sujetan a la Constitución, entonces esta se convierte en un pedazo de papel.
Pero no fue el razonamiento del jurista alemán que inspiró al expresidente Joaquín Balaguer en sus primeros doce años de gobierno a reacuñar el concepto de Constitución como pedazo de papel, sino el criterio de Friedrich Wilhelm IV cuya noción simplista de la Ley Suprema permitiría al líder reformista reducir el espacio de participación política de sus adversarios, sacar ventajas exponenciales de esa limitación del perímetro democrático y, consecuentemente, satisfacer apetencias personales en el ejercicio reiterado del poder, práctica que no era franquicia exclusiva del dirigente ya fallecido, sino un sello de identidad consuetudinaria en casi todos nuestros gobernantes, con muy contadas excepciones.
Más allá de la subjetividad política con que tanto el monarca prusiano como el líder reformista trataron de degradar la trascendencia de la Constitución al reducirla alegóricamente a una hoja de papel, es de significativa importancia dejar sentado el carácter evolutivo relevante experimentado por ese llamado contrato social
Ciertamente, que en beneficio del caudillo reformador hay que apuntalar que no se formó políticamente bajo los influjos de las mejores prácticas del constitucionalismo, pues fue parte integral de esa élite de intelectuales dominicanos que se acomodó a los requerimientos del “Generalísimo”, siendo pieza clave entre la pléyade de eruditos que tenían a su cargo la justificación política de las acciones del hombre que durante tres décadas zahirió la democracia dominicana, aplicando la Constitución de la República de conformidad con los impulsos de sus propias inspiraciones.
Vale la pertinencia aclaratoria en el sentido de que con la suposición de la existencia de una Ley Sustantiva en ese contexto del ejercicio del poder, se contravienen postulados fundamentales de La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, que en su artículo 16 establece que:
“Una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”; así las cosas, es evidente que la “Constitución del Jefe”, llamada a regular derechos y obligaciones, no era más que una ficción jurídica con el propósito inconfesable de confundir a la comunidad internacional respecto a la realidad política prevaleciente en la nación, por lo que soy de criterio que en la historia del constitucionalismo dominicano la tiranía de Trujillo debería quedar registrada como una “laguna constitucional”.
Más allá de la subjetividad política con que tanto el monarca prusiano como el líder reformista trataron de degradar la trascendencia de la Constitución al reducirla alegóricamente a una hoja de papel, es de significativa importancia dejar sentado el carácter evolutivo relevante experimentado por ese llamado contrato social, mediante el cual los individuos aun asintiendo la imposición de restricciones al ejercicio de su libertad plena, acordaron que su vida, su libertad y sus bienes fueran protegidos frente a cualquier clase de ataques y amenazas, estimulando la creación de un Estado cuyas esferas funcionales no solo se limitaran por el denominado principio de separación de poderes, sino, además, por un catálogo de derechos fundamentales cuya validez jurídica suprema vincula a todos los órganos que ejercen potestades públicas.
El trayecto accidentado recorrido por el constitucionalismo dominicano en aras de concebir una Constitución que permita técnicamente la limitación del poder del Estado y provea los mecanismos adecuados para garantizar los derechos fundamentales, alcanzó un trascendente repunte de progresividad con la aprobación de la Constitución del 2010, en cuyos enunciados normativos, además de constitucionalizarse las acciones para reclamar el cese de cualquier acto de acción u omisión que vulnere derechos fundamentales, se creó un órgano extra poder, como lo es el Tribunal Constitucional, que garantiza, mediante el control concentrado, la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales.
Es precisamente la dimensión de esos derechos fundamentales la que explica los motivos que tuvo el individuo para asociarse en un pacto civil que le impusiera restricciones a su libertad absoluta, porque de nada serviría protegerse de los actos salvajes del “hombre básicamente malo”, tipificado así por el filósofo Hobbes, si terminaría siendo presa de la voracidad de un Estado insubordinado al control del poder.
A juicio del maestro Eugenio María de Hostos: “Es necesario reconocer en el ciudadano al ser humano, y en el ser humano, los derechos y poderes que recibió de la naturaleza y que de ningún modo convendría en perder, como positivamente perdería, si la Constitución hiciese caso omiso”; esta concepción positivista de los derechos fundamentales robustece la doctrina iusnaturalista de que todas las personas tienen derechos que les pertenecen, incluso, desde antes de la existencia del Estado; es en ese contexto que hay que recalcar la concepción ideológica de Ferdinand Lasalle, advirtiendo que “cuando los líderes políticos, sociales y el ciudadano común, no se sujetan a la Constitución, entonces esta se convierte en un pedazo de papel”, pero no está demás sugerir que si este último criterio prevaleciera, entonces la paz social se declinaría por una pendiente muy peligrosa.