Uno de los grandes aportes de Max Weber a la sociología del Derecho y al estudio del desarrollo histórico del capitalismo es la proposición de que la operación del mercado demanda un alto grado de predictibilidad que solo puede ser dado por la racionalidad legal, como base del desarrollo del Derecho formal y la administración de justicia racional. La tesis de Weber es, primero, que un sistema legal racional conduce al funcionamiento del capitalismo industrial moderno y, segundo, que la racionalidad legal existía en Europa previo al surgimiento del capitalismo industrial, lo que hizo a Europa más predispuesta hacia la expansión del capitalismo que otras regiones del planeta. Conforme al pensador alemán, solo el Estado de Derecho provee el grado de predictibilidad, la seguridad jurídica y la garantía de los contratos celebrados en el mercado y, en sentido general, la gobernabilidad necesaria para el desarrollo estable y continuo de las relaciones económicas capitalistas. La proposición de Weber implica que, a medida que el capitalismo se expande, debería consolidarse el Estado de Derecho, sustituyéndose así el dominio político basado en las órdenes de los hombres por las reglas derivadas del Derecho.
Pero… si Weber tiene razón, ¿cómo explicar que el capitalismo dominicano, definitivamente más desarrollado hoy que en los 1880, cuando emerge la industria azucarera –conforme la tesis Serulle-Boin- y que en 1961, cuando culmina el desarrollo capitalista bajo la dictadura de Trujillo –de acuerdo con Roberto Cassá-, no haya conducido necesariamente a un desarrollo de las instituciones del Estado de Derecho compatible con el grado de desarrollo capitalista? ¿Hace falta en República Dominicana un Derecho propio del estadio de desarrollo capitalista en que nos encontramos o, por el contrario, debemos someter el capitalismo que tenemos a la legalidad que este requiere?
No hay dudas que la legalidad que hoy disfrutamos los dominicanos es más cercana al ideal constitucional que la existente en la “parodia constitucional” que, como bien afirmo Galindez en tesis doctoral que le costaría la vida a manos de los esbirros del Jefe, desplegó Trujillo durante 30 años. Pero también es cierto que la democracia electoral que actualmente disfrutamos ha erosionado el respeto a la legalidad en la medida en que los gobernantes elegidos por el pueblo se sienten a tal grado legitimados por su elección que entienden que todo lo que quieren se puede imponer por encima de las normas integrantes del ordenamiento jurídico y emanadas de los pactos internacionales, de la voluntad constituyente del pueblo, de la representación popular en el Congreso, de los reglamentos dictados por la Administración legitimada democráticamente, de la costumbre y de los precedentes administrativos y jurisdiccionales.
Y no podía ser de otro modo. La democracia es, ya lo dijo Lincoln, ante todo y sobre todo, gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Por el contrario, la legalidad es fundamentalmente principio estructural del Estado de Derecho y sirve como límite al poder del pueblo. Desde Rousseau, para el demócrata puro, el poder del pueblo lo puede todo porque nunca el pueblo puede querer mal. El liberal del Estado de Derecho sabe que millones de personas, embrujados por un payaso como Hitler, sí pueden equivocarse y, por tanto, pueden querer mal y mucho y para muchos. Por eso, la gran utilidad de la legalidad en democracia: como obstáculo a la voluntad de dominio de la mayoría sobre las minorías o sobre colectivos históricamente discriminados, llámense negros, delincuentes, homosexuales, discapacitados, mujeres o inmigrantes sin papeles.
Pero la legalidad sufre no solo a consecuencia de los gobernantes sino como fruto del poder no domesticado jurídicamente de los poderes privados del mercado, de los poderes salvajes (Ferrajoli) de la delincuencia transnacional y organizada, de los poderes facticos e invisibles (Bobbio) de sindicatos, logias, iglesias y megacorporaciones nacionales y globales. Precisamente lo que Weber no vislumbró fue lo resaltado a partir de 1944 por los juristas alemanes Otto Kirchheimer y Franz Neumann: que la legalidad puede ser erosionada como consecuencia del funcionamiento desbocado de un capitalismo de carteles y monopolios, de lo que hoy llamaríamos un “capitalismo salvaje”, un “capitalismo de amiguetes”. Domesticar jurídicamente este capitalismo estructuralmente distorsionado es hacer realidad el capitalismo competitivo y socialmente comprometido, es decir, la economía social de mercado que quiere y manda el Estado Social y Democrático de Derecho, consagrado en el artículo 7 de la Constitución.
Solo cuando concretemos en la práctica ese capitalismo jurídicamente domesticado se aplicaran efectivamente las normas de competencia y algunos empresarios no recurrirán de día a la seguridad jurídica en defensa de sus inversiones, para luego, de noche, desconocérsela a los derechos adquiridos de los trabajadores a su cesantía, de las empresas fronterizas a sus incentivos fiscales y de los couriers y consumidores a sus exenciones tributarias en las compras por internet menores de US$200.
La gran tarea política de nuestros tiempos, el cometido irrenunciable de la lucha por el Derecho, es no solo llevar el Estado a su propia legalidad como reclamaba Juan Bosch, sino también someter a Derecho a un sistema capitalista que erosiona la normatividad propia del Estado de Derecho.