Más que en un  auténtico sistema de libre empresa, vivimos bajo un capitalismo de Estado en extremo deficiente. El país necesita  una mayor dosis de iniciativa individual en la economía. Mientras más grande e influyente sea el sector privado y menos fuerza posea el sector público, mejores perspectivas habrán. La experiencia así lo confirma.

Los controles, de precios y de cualquier otra naturaleza, han resultado fatales para el desarrollo y la producción. Tantas veces se ha pretendido enfrentar el problema del abastecimiento de productos esenciales, mediante los sistemas ya desacreditados de cuotas y controles de precios, más drástica ha sido la escasez y más alto han subido los precios. Por lo general, estas clases de medidas terminan destruyendo los mecanismos naturales de comercialización y desalentando la producción. Sus efectos en la economía son desastrosos, reflejándose en crisis de abastecimientos a las que las autoridades sólo pueden ofrecer soluciones temporales.

Regularmente, los mercados bien abastecidos son aquellos dejados a la libre competencia y a las fuerzas naturales del mercado. Aquí se ha pretendido siempre que un productor bajo los rigores de políticas inflacionarias, venda sus productos por debajo de los costos. Como ejercicio propio de la demagogia esta práctica resulta fascinante en la medida en que un partido, un líder o un gobierno, puedan satisfacer así necesidades de sectores importantes de la población. A la larga, e incluso a mediano y hasta a corto plazos en ocasiones, este tipo de política acaba con la producción y afecta más terriblemente a los núcleos sociales a los cuales supuestamente beneficia. Además, las políticas de controles y subsidio sólo han  alimentado una burocracia que crece desordenadamente en la medida en que aumentan las exigencias de un proselitismo de consecuencias funestas para la economía y la propia estabilidad institucional.