La preocupación por los destinos de la democracia dominicana y de otras partes del mundo va en aumento. Tanto así que algunos notables pensadores se inclinan por cambios radicales, es decir, por aquellos que no admiten ya más promesas de gradualidades, ni mucho menos intentos de consensos con los grupos dominantes que engullen la mayor parte del pastel nacional.
La mayoría reclama el retorno a un orden más justo y de mayor visibilidad en lo que respecta a sus engranajes políticos y económicos. Decenas de miles de ciudadanos organizan gigantescas marchas de protestas en las que se advierten multicolores consignas, que son como el resumen de la esterilidad distributiva de las democracias actuales.
Podemos arribar así a una negación absoluta del orden democrático establecido.
Sus raíces dialécticas habrá que buscarlas en el desencanto y las frustraciones de grandes colectivos humanos; en los actos de corrupción evidenciados, impunes y recurrentes; en la insensibilidad, sordera y descaro de los gobernantes, y en la irritante concentración de las riquezas en unas cuantas familias.
Como hemos visto en muchos ejemplos recientes, los demonios podrían desencadenarse en cualquier momento, de manera espontánea y con impresionante velocidad acumulativa. Impacta mucho advertir cómo estos demonios que claman justicia social se convocan repentinamente con ayuda de unos héroes poco conocidos. Los servicios nacionales de seguridad tienen ahora un nuevo reto: perseguirlos por los laberintos de un mundo paralelo, el virtual.
Parecería que, en muchos países, el capitalismo está ahora en cuclillas, a un paso de la misma guillotina de la que surgió la democracia.
Joseph Stiglitz, en su última magnífica obra Capitalismo progresista. La respuesta a la era del malestar, se inclina, siendo un pensador de la democracia, por los cambios drásticos, no por los remiendos que vadean los asuntos cruciales. Considera los gradualismos inadecuados y pone en el tapete la urgencia de una profunda reforma política, sin la cual las innovaciones económicas terminarían siendo algo más que inútiles. Según este admirado autor, la democracia auténtica a la que debemos aspirar, debe poner freno al poder político de la riqueza. En sus desmedidas ambiciones no encuentra frenos ni límites.
En nuestro caso habría que añadir la suplantación de una clase política miope, vergonzosamente atrapada por el afán desmedido de lucro personal y ocupada en garantizar las condiciones y los horizontes de sus propios procesos de acumulación.
Estamos frente a un capitalismo que cada día resulta más incompatible con la democracia.
Otra vez con Stiglitz: este sistema económico está elevando al rango de virtudes la codicia; el egoísmo más exacerbado; la abyección moral que hoy se pone a la vista de todos en la endemoniada vitrina global de las redes sociales; el desprecio por la historia y el olvido de los héroes nacionales; la ausencia de límites en el afán de explotar, engañar o estafar a otros, y la deshonestidad, que al parecer está por ser aceptada como una de las palancas más efectivas del éxito.
Para sus élites económicas, representadas por unas contadas familias, el capitalismo es solo una fuente de riqueza que no conoce límites y que, de hecho, no escatima medios.
En cambio, para las grandes mayorías, cuyas brutales carencias los encumbrados prefieren ignorar, el sistema capitalista solo es un mecanismo engañoso que hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Las élites económicas junto a los gobiernos de fácil captura, han sido incapaces de encarrilar al capitalismo por buen camino.
Entre los pobres y las élites adineradas existen brechas que ya aspiran a la categoría de abismos.
Es así como la gran virtud del capitalismo, la de fomentar la competencia, la innovación, el conocimiento y la interdependencia productiva, se ve hoy opacada, como señala el conocido economista Branco Milanovic, por el lado tenebroso que dinamiza sus beneficios: el estímulo universal en los individuos del egoísmo y la codicia desmesurada.
En nuestro caso, tanto en la élite empresarial dominicana como en la clase política, falta lo que Larry Fink, director ejecutivo de BlackRock, exigía hace poco a sus clientes: un sentido de propósito que beneficie la sociedad de alguna manera.
Los más ricos, como Warren Buffett, Jeff Bezos y Bill Gates, entre otros multibillonarios, están muy preocupados en esa dirección. Llaman al unísono a reducir las crecientes desigualdades para salvar el capitalismo. Invertir en los trabajadores y las comunidades es la única vía de asegurar el éxito en el largo plazo-sugería en nombre de todos Jamie Dimon, presidente ejecutivo del banco JP Morgan Chase y jefe de la organización Business Roundatable, en la que participan los líderes de 181 de las mayores corporaciones de Estados Unidos. Agreguemos a todas estas intranquilidades el Manifiesto de Davos 2020 y sus baladros sin muchos ecos por un retorno a la dignidad de los trabajadores y sus comunidades.
En nuestro caso, estamos lejos de seguir esos consejos al nivel empresarial. Al mismo tiempo, en el ámbito político se juega con fuego, mirando solo los negocios y sus dividendos cortoplacistas, además de los juegos electoreros. La respuesta de la pobre gente podría ser, en el terreno de un agravado escepticismo de mil aristas, la intensificación de la desobediencia, que ya aflora, y las rebeliones inquisidoras de grandes proporciones.