Buenas decisiones, no hay duda. Uno decide apostar una fortuna en Las Vegas a ver si puede comprarse un vuelo a un destino como Mónaco, Copenhague o quizás Marbella.
Marvin Hagler tenía un estilo sobrio, sin estridencias ergonómicas. Mano de Piedra Durán pareció siempre casuístico: golpear, golpear y golpear. Luego defenderse del rival y venir de atrás. El dinero que se ganó Hagler no lo invirtió en el Nasdaq ni en una finca de Sillicon Valley, mucho menos en Napa donde cuentan que hay televisores concentrados en Netflix.
Hay otra prueba que uno no puede recobrar: una reforma tributaria mal encaminada, una mala inversión millonaria en el Estado o por qué no, una carretera inservible, grosso modo, hacer spinning sin hidratarte, o meterte en un maratón estilo Hochimilco. Este es el lugar donde este Maseratti no puede correr a su destino a una playa de Surfrider beach y Santa Mónica donde tienes como meta esencial tostarte como un pez.
Estaba claro que la colección de autos del Canelo no incluiría una máquina de este tipo, pero su Lamborghini Urus –la foto puede ser vista en los medios–, no dejó a otros sino con el pensamiento estragado. En la página web cualquiera podría ver la acaudalada colección del peleador más reputado.
Lo cierto es que nadie estará en contradicción que este auto, no tiene nada de extraño que sea lo mismo que la condición física del boxeador, sobre todo cuando se sabe que el mexicano no tiene sino la mención de una fantástica ayuda para evitar el nocaut o producirlo. Tiene ese arte de la concentración que se nota en el ambiente repleto de modelos con pancartas y árbitros decididos a ser justos. En esa tarjeta está el enigma de tu catástrofe económica.
Dos o más millones de segundos invertidos en tomarse un rato para pasar del golpe a la hidratación, relegar los miedos y dedicarse a lo que siempre dice, nos hace a un mexicano afilado para no tener que cansarse al subir las escaleras, aunque el auto se meta en 160 millas por hora como nada o te brinden en pleno VIP room un pedazo de bistec que te recuerda a London.
En el coliseo de boxeo ocurren cosas extrañas. El problema es que nadie sabe cuáles son los resultados de esta magia del box. Perdidos los ideales, comprada la lealtad, tergiversados los sentimientos, uno solo queda con la creación de unas grandes gafas de sol y una entrada a Long Beach, una playa que tanto está en California como en Puerto Plata donde uno iba de niño muy cerquita de Cofresí.
Dos tickets, por favor.
Tómese el ejemplo de la pelea del Canelo contra Golovkin, o la escenificada entre el mismo Hagler y Mano de Piedra Durán en 1983 cuando aún no habían invadido Irak. Lo esencial es entender que vivimos de boxeo en boxeo, de Caesars Palace en Caesars Palace. En un lugar llamado Madison Square Garden hallamos la demostración de que un millón de dólares es algo buscado de manera intensa (permite comprar más de una casa en South Beach o en The Hamptons). En todo show de HBO hay un pey per view diferido que tiene que ver con el costo del gimnasio, o simplemente de ese ajuar que caracteriza las grandes entradas al coliseo. Eso de la capucha está muy cool, pero hay que entender que aquí nadie es el Undertaker y mucho menos alguien del Lord of the Rings, una película que ni me paguen la veo.
Como se ha demostrado en los medios, el Canelo tiene claro del negocio lo mejor de todo, el ritmo de la entrada determina el ritmo de la salida a las cuerdas (su contrato con DAZN es de 365 millones por servicio de streaming). La noticia es clara: al parecer quien enfrentará al boxeador mexicano es nada más y nada menos que Sergey Kovalev (usa un anuncio de Hublot en sus pantalones de boxeo y también usa una vieja técnica al estilo de Torquemada: el optimismo).
Kovalev tiene pendiente conocer más de un jab que lo va a dejar pensando en los límites de una pulsión que no lo defenderá en ningún momento de esa minucia que puede detenerse en el momento del espectáculo: ver cómo le caen a la conga al rival al que le no le has apostado un centavo. Demasiado dinero apostado para no tener la certeza de ganar por lo menos 15 mil dólares. Apostar a veces resulta bastante rentable, sobre todo cuando se sospecha de la debilidad del uppercut del rival.
El peleador ruso no es que es la única opción de esta voltereta mercadológica que busca la extrema unción de la rentabilidad en un marco totalmente conocido para la extensión del contrato y el proceso de fijar las libras (175). Pero Kovalev tiene pendiente también conocer cuál es la defensa ante un peleador que no tiene nada que exigirle a la gente sobre su colección de autos. El Andrade se había ido por la borda y no se concretiza, además que no podemos surgir de la noche a la mañana con un Golovkin que no tiene sino un montón de contradicciones en el marco de una unilateralidad de la parte que decide la opción de no huir cuando los golpes comiencen a hacer efecto en la garganta y en el optimismo como cuando un beisbolista vacía las bancas. Los peloteros están entrenados para lanzar jabs, uppercuts y rectos en la mandíbula del pitcher como en el caso de Marichal con Roseboro.
Lo mismo nos ha pasado con Rocky Fielding que perdió del Canelo de manera nada estrepitosa y nada contenta. En el caso del campeón Kovalev WBO, peso completo ligero puede decirse que daría un otoño repleto de expectativas. Canelo, que tiene el WBA y el WBO, y que añadió como un cherry al pastel el título de la IBF, no tiene sino que entender que la musculatura no era la fundamentación de nada, sobre todo cuando el rival es el temeroso fundamentalismo de un rostro adusto por la maldad o por la atrevida propuesta de no importarle nada. Otros argumentarían que Kovalev pone a cualquiera de mal humor en el ring, una cara no tan amistosa que te golpea con potencia y sin retorno. Su jab es fantástico, de acuerdo a algunos analistas de pacotilla que nunca reconocen la habilidad de un contrincante.
El intento del Canelo de convertirse en ganador de cuatro pesos seguiría dándonos las normas estatutarias de una consideración nada abismal. Julio Cesar Chávez deberá tomar algo no por dejar o negar apoyo, lo mismo que ocurriría con Juan Manuel Márquez, pero eso es un tema de lo pertinente en un momento estelar, porque, aunque a Kovalev le digan campeón, todos concuerdan que el calificativo de superstar es el más indicado para Saúl Alvarez, habitante de un lugar extraño donde todo está protegido por más de cien personas dedicadas a extremar la seguridad en un escenario donde hay cadenas, sombreros y trajes carísimos. Es como cuando vas a un cine a ver una película de terror y tu única compañía es un Zero, el mejor chocolate que existe (los Hershey’s negros son buenos, nunca los babyruth o los snickers). Comerse un chocolate con los guantes de boxeo puestos resulta muy difícil.
Al cabo de un rato, le entregan la faja entre flashes fotográficos.