En la obra Partidos Políticos, Viejos Conceptos y Nuevos Retos, de los reputados politólogos José R. Montero, Richard Gunther y Juan J. Linz, los colaboradores de la misma, Richard S. Katz y Peter Mair, en lo relativo al equilibrio variable del poder de la organización partidista, consideran que está conformada por tres caras: el partido como organización de afiliados, el partido como organización central y el partido en las instituciones públicas. En ese contexto, los referidos autores abordan los cuatro modelos de organización partidista: el partido cadre (o de élites), el partido de masas, el partido catch-all y el partido cartel, concluyendo en que “los principales partidos se han transformado simplemente en meros partidos en las instituciones públicas y que las otras dos caras del partido se están difuminando”.

A propósito de la decadencia del partido como organización de afiliados, los citados autores sostienen lo siguiente: “Los líderes se han convertido en el partido; el partido se ha convertido en los líderes”. Esto es precisamente lo que ha ocurrido con los tradicionales partidos mayoritarios dominicanos, cuyas masivas matrículas de afiliados se han visto reducidos a su mínima expresión, a tal extremo que sus irreales padrones internos no son ni sombra de lo que fueron en los gloriosos años de las décadas de los setenta, ochenta y noventa, cuando llegaron a rivalizar con el cuerpo electoral nacional.

¿Qué sentido tiene ser afiliado de un partido político en el que el derecho a elegir y ser elegido depende del capricho de su cúpula? ¿Cómo exigirle lealtad al militante cuyos méritos no son tomados en cuenta por su partido al momento de seleccionar los candidatos? ¿De qué vale ser parte de un partido en el que las cúpulas privilegian para las candidaturas a quienes disponen de recursos económicos suficientes para pagar su precio? ¿Cuáles son los derechos del afiliado? ¿Quién garantiza el cumplimiento de estos derechos?

Las anteriores interrogantes, como se podrá comprobar, son el producto de lo que ha acontecido en el actual proceso electoral. En ese sentido, para la selección de los candidatos, a pesar de ser la principal y más delicada tarea de los partidos políticos, las élites decidieron, arbitrariamente, utilizar una metodología antidemocrática: las encuestas.

Sin dudas, la utilización de las encuestas como método de selección de candidatos, constituye la más profunda involución de la democracia interna de los partidos políticos, tomando en consideración que los tres principales partidos habían utilizado desde principio de los ochenta el método de las primarias para escoger sus candidatos. En lugar de los candidatos ser seleccionados por el voto universal de los afiliados de las formaciones políticas, lo han sido por un puñado de encuestadores ajenos a ellas.

Como si no fuera suficiente el haber utilizado arbitrariamente este injustificado método, los precandidatos han sido víctimas, además, del secretismo en torno a  las encuestas y a las firmas que supuestamente las realizaron. Tan solo les han informado la puntuación obtenida. De esta manera, la escogencia de los candidatos ha quedado en las manos del liderazgo partidario.

En consecuencia, el dinero y la excesiva cantidad de candidaturas congresuales y municipales reservadas por las élites partidarias para negociarlas a cambio de apoyo para la candidatura presidencial, se han impuesto al momento de escoger los candidatos, mientras los derechos de los afiliados, consagrados en los estatutos de los partidos, no tienen un órgano electoral que los proteja, paradójicamente, en tiempos en que la democracia interna está consagrada en el artículo 216 de la Constitución Política.