Cuando el mayor del Ejército, Pedro de Jesús Candelier, se posesionó como comandante de la fortaleza Enriquillo, Pedernales aún se mantenía como una provincia tranquila, los políticos no lo habían arrabalizado con cientos de indigentes de otros pueblos para manipular resultados electorales, las drogas, los robos y crímenes espectaculares solo se veían en películas y el tránsito estaba lejos del caos de hoy, aunque ya se nublaba el panorama con el “pillai” (tráfico ilegal de harina, azúcar, gasolina y otros productos, hacia Anse –a– Pitre, Haití).
Nadie conocía en la capital a aquel hombre musculoso y aguerrido que luego sería recio director de Foresta y jefe de la Policía Nacional. Allá, en la parte más meridional del territorio nacional, cada día, a las seis de la mañana, de finales de los ochenta, corría cuatro kilómetros, desde el cuartel hasta las “Cuatro bocas” de Los Olivares, y jugaba volibol, baloncesto y softball con los muchachos de la comarca. Pero sus acciones como policía eran extremas y personales. Troglodismo, para uno; rectitud necesaria, para otros. Sea lo que sea, quienes trabajaban con él, “vivían al grito”. Lo consideraban un tipo incansable, que no dormía. No mandaba, iba él.
Las escenas sobre el apresamiento de los dos “robachivos” perduran en el imaginario popular de aquella época.
Los criadores de bovinos no sabían qué hacer. Hasta llegaron a creer en los rumores sobre un baká que se alimentaba con carne y sangre de chivo. Ni se imaginaban que era una “bola de humo” lanzada por los cacos para evadirse.
Un día, Candelier sorprendió a los dos hombres con las “manos en la masa”. Les colocó una vara sobre el cuello, les amarró los brazos abiertos sobre ella, como Cristo crucificado, y les colgó a las espaldas los animales robados. Entonces, comenzó un periplo, desde la fortaleza, por las calles y el único parque del pueblo, hasta la cancha municipal frente al cuartel policial, donde les amarró en una de los torres de las luces.
Un grupo de curiosos siguió, entre carcajadas, la procesión, celebrando el coro de los ladrones: “Somos ladrones de chivo, somos ladrones de chivo…”. Celebrando, sobre todo, cuando el oficial les ordenaba: ¡Más fuerte, más fuerte!
En aquellos días, Joaquincito casi se ahogaba de clerén y se volvía violento con su familia. Una tarde fue “el acabose”: rompió trastes y agredió a los suyos. Alguien lo comunicó al oficial, quien corrió para el sitio. Llamó a Joaquincito, pero éste siguió sublevado. El oficial se quitó la canana con todo y pistola, y la tiró al asiento del vehículo. Entró a la vivienda de madera, lo agarró por el cuello, lo sacó como un muñequito de papel y lo lanzó a la guagua. Presa del alcoholismo y otros vicios, Joaquincito murió años después, aun joven.
Cuando ocurrían motines en la hacinada cárcel y parecía imposible aplacarlos, llegaba él, como Superman. El más resonante fue provocado por unos azuanos que cumplían condenas. Heridos, quema de colchones, roturas de objetos…
Cerca de las cuatro de la tarde de aquel día, llegó él a resolver lo que otros no podían apaciguar. Se emplazó con varios guardias y mandó a abrir las puertas de par en par. Y comenzó a llamar a los reclusos, para que salieran al patio, uno a uno.
Cada vez que salía un preso, “le daba un galletón” y lo mandaba a amarrar al tronco de un roble cercano. Tras sacarlos, los regresó a la cárcel para que organizaran todo.
Él no era un guardia rutinario. A cualquier hora de la madrugada le daba con salir a patrullar solo con su chofer y con un guardaespaldas. Uno de sus choferes no resistió el “fuete” y pidió el traslado porque no lo aguantaba. “Ese hombre es loco…”.
A Candelier no siempre le fue bien con su estilo personal de solución de problemas. Julín, pescador “de armas a tomar”, hijo de Luis la Piedra, lo paró en seco.
En una ocasión, el comandante lo detuvo. Julín se resistía, aduciendo que se trataba de un exceso porque él andaba armado y con guarda-espaldas. “Eso es un abuso”, le enrostraba.
Candelier lo asumió como un desafío. Se despojó del arma y echó a un lado a la seguridad. Se enfrentó a los puños con un Julín acostumbrado a los riesgos del mar, con las manos llenas de callos. Y recibió una bofetada. El carpetoso de Julín huyó del pueblo y murió después. Candelier, ya en retiro de la Policía, se le ha visto en política.