Contrario a la regularidad, al despertar, en vez de permanecer en silencio decidí escuchar a Sabina. Canto junto a su ronca voz, trato de vivir sus letras. Desde que conocí su música me pienso que existe en su repertorio, una canción que se adapta a cada momento del alma, el sound track perfecto de los días. “Creo en Sabina” dicen los amigos.
Me siento en el rincón habitual, en una mano el lápiz, en otra la raqueta para matar a mis mosquitos personales, en un pasatiempo obligatorio que nos ha vuelto multitaréicos permanentes. Entonces, cuando ya los mosquitos que conocen la raqueta se han ido y el lápiz apunta su filo al papel, llega alguien a molestar. Como diría mi compañero, Dino Bonao, siempre se aparece un latoso.
Es imposible crear un ambiente y utilizarlo, pienso. Siempre alguien necesita de tus oídos.
Se supone que la lata era de mucha importancia, sin embargo, paulatinamente la voz del intruso iba mermando al igual que la de Sabina. Curiosamente llegó a mi mente la historia de otro latoso: de aquella vez que perdió el dedo anular, siendo niño, cuando su anillo quedó atrapado en un alambre, al saltar del camión de su tío… La sangre de su dedo casi salpica mi cara, al regresar desde el pensamiento intruso y darme cuenta de que el latoso #1 se había marchado por falta de atención…He ahí otra solución para librarse de ellos.
Finalmente, los mosquitos personales regresaron a provocar, la hoja quedó en blanco y llegó el momento de moverse del lugar. Al salir, Sabina aún cantaba. La canción decía “amor se llama el juego en el que un par de locos juegan a hacerse daño, y cada vez peor y cada vez más rotos y cada vez más tú y cada vez más yo, sin rastro de nosotros”. Al escucharlo pensé que tenía toda la razón.