Este viaje se hace tan largo y la canción de Santo Domingo es imposible.
Busco poner en mis oídos algo que me revele esta ciudad luego que he oído a tantas ciudades.
Puedes caer en el Beirut de Ibrahim Maalouf, en el Madrid de Sabina (“Pongamos que hablo de Madrid”), en el París de tantos, en la América de Ginsberg, de Tom Waits, de miles, de todos. La Habana tiene a Eliseo Diego, Ciudad México a Paz y a Fuentes, si vas a San Juan nadie mejor que Luis Rafael Sánchez.

¿Santo Domingo?

Nadie ha nacido aquí. Todos sus poetas vivos vienen del campo, léase, son campesinos, de pueblos que a veces ni siquiera en Google Earth aparecen. Son poetas que todavía no se han quitado los cadillos de las medias, que agonizan esperando que les tiren algún foco salvador, oh Borges, oh por ahí María se va.

Se le canta a las ciudades que se recorren, a las calles que te dejan una herida o un mapa en tu piel, a sus rincones donde plantamos una vela, a las esquinas donde una mesa llena de botellas vacías de cerveza es el ritual que confirma el paso de la bendición que es un abrazo, siete lágrimas, los despedazamientos en los que reconocemos nuestra sangre, la que corre.

Santo Domingo no existe en el poema porque cómo se podrá celebrar algo dentro de las nubes del autodesprecio, si es que tantas manos que uno mismo produce nos arrinconan con ansias habaneras, mexicanas, lo que sea, pero que no sea esto por favor que va del Ozama hasta nadie sabe dónde.

Santo Domingo sólo existe en las narraciones cuando hay que andar con los cadáveres el trujillato a rastras, cuando buscamos un nombre que te dé el swing de lo tropical pero no lo refrescante que a veces puede ser el reconocer los patios del alma.

El amor por una ciudad comienza por el dulce vértigo que producen sus espacios. Son las ganas de estar ahí, afuera, de ampliar las ondas de viejas felicidades, lo que nos hace caer en el nombre de una ciudad como si fueran manos celestiales.

La verdad de una ciudad está en sus azoteas, en las escaleras donde el amor a veces nos enredó como una araña a una mosca.

¿Qué ver o hacer en el Santo Domingo siglo XXI que no sea buscar parqueo o querer bombardear a todos sus parqueadores?

Creo que el Santo Domingo que quisimos se esfumó cuando Homero Pumarol acabó de escribir “Second Round”.

Después de ahí no ha pasado gran cosa: poetas que no se ven porque andan pasan rasantes en sus yipetas o yipeticas, escritores funcionarizados de tal modo que si no encajas en el concepto de éxito –léase cualquier Premio Nacional-, te hacen un fó peor que el que le harías a cualquier bestia del Apocalipsis, funcionarios exescritores, estrategas del limpiasaquismo, antiguos expertos en buscarte el disco que te gustaba en la vellonera de cualquier antro de Villa Consuelo y que ahora te recitan a Weber o te hablan de la última hola con el mismo desparpajo con el que el difundo Félix Del Rosario te siguen gritando que “estas navidades van a ser candela”.

Santo Domingo es una ciudad de zombies donde los sitio que más congregan son Funeraria Blandino y la Cafetería del Supermercado Nacional.

Santo Domingo es una reservación de aborígenes cibaeños, sureños y del Este, donde a cada quien le están reservadas dos horas de tapón diarias y ocho semanales botando el golpe con Jochy Santos.

Santo Domingo es una escuelita donde la gente realiza sus mantras de inteligencia y buenísima información oyendo a Carmen y asombrándose con un par de conejos que a veces le salen de la manga.

En Santo Domingo muchas veces quisiera andar con un bate y desbaratarle a mis amigos sus celulares cuando me obligan a oír sus conversaciones, que sí, que estoy en camino, que Miguel llegó, que qué quieres que te lleve de la Payán, que no, que no, coñazo, no pasaré por ahí y que me mejor llames al delívery y suelta eso ya, plís.

En Santo Domingo tendrás cientos de amigos que nunca te invitarán a sus casas, esperpentos nocturnos tragando y atiborrando de likes y mensajes de superación, que alguien en Nueva Zelandia pudo superar el cáncer en tres días y con ocho botellas de agua, que llegó el Comandante y mandó a parar.

En Santo Domingo quedan algunos testigos del naufragio, gente chévere con la que a veces desayuno al aire libre o me invitan a sus odiseas maleconianas.

En Santo Domingo también puedes encontrar gente cheverísima, chula, lo último, pero cada quien en su caja de huevos, a veces incluso poniendo huevos, especulando sobre los próximo pasos de la postmodernidad y Bauman y todo sin haber doblado por la Duarte con París dirección a la Nada.

Santo Domingo es el traje que explota o la camisa de fuerza, el nombre que nos ampara, un sinónimo de techo de zinc, de recurso de amparo, porque de alguna manera tenemos que llamarle a este espacio donde la pantalla que poncho cuando me levanto es el centro del mundo, mi punto umbilical, “mi cómplice y todo” como cantaría Sonia, que “yo quiero andar”, como también decía la mismísima Sonia, que Dios la tenga en su gloria.

“Santo Domingo lo canto en un merengue triste” decía el Terror, sí, el que mejor supo cantar a esto que parece estar bajo mis pies o ahí, en la pantalla, aunque en el fondo todo sea una ilusión, el bastón al que nos sujetamos porque el mundo se vira y Santo Domingo sale de nuestras esferas, todo flota, se esfuma, is gone I said.