Un calor hediondo desciende desde el techo de zinc de la casucha como si llegara desde la cúpula del infierno. Rafael, obrero de la construcción, procura acostarse temprano junto a Yuberkys y Javier, sus hijos, mientras Belkys, su mujer, trabaja al otro lado de la ciudad como doméstica en casa de gente rica. A Rafael le carcome la impotencia al no poder complacer a Belkys en su deseo de mudarse “aunque sea al barrio de al lado”, como suele implorarle ella con una desesperación que raya en la candidez. Pero el barrio de al lado, del que apenas los separa una larga cañada de agua sucia, es lo mismo; en ambas barriadas matan, roban y venden drogas.
A Rafael, pensar que una bala loca pudiera atravesar de repente el techo y herir a cualquiera de sus hijos, lo mantiene en vilo. Si fuese posible, los escondería debajo de la tierra. No es para menos. Entre lo’ menore (“que no tienen ma’ de quince años y viven con una venganza, matándose uno a otro”) y los SWAT, han convertido a El Barrio en una zona de guerra. Hace tiempo que metieron a los del equipo SWAT a ayudar a los agentes del destacamento policial para que El Barrio se transforme en un lugar dizque seguro, y en realidad, lo que los SWAT hacen es desmantelar los bolsillos de la gente: a un muchacho que se la busca trabajando día y noche como motoconchista, los SWAT le quitaron 1,000 pesos. En una ocasión, los SWAT le dieron un bofetón a un niño que se les cruzó en el camino cuando atravesaban, cual miembros de las huestes de Atila, por un callejón. Llegan de nochecita, sin previo aviso, la ropa negra, el rostro oculto. No desmantelan a los vagos de esquina ni a los tígueres que salen a atracar con pistolas de juguete, sino a la gente decente que trabaja. Al propio Rafael le quitaron una gorra, bajo la amenaza de meterlo preso. A veces, los SWAT entran y salen con agilidad, tapándose con el cuerpo de un recién apresado o un muerto. Al final, la gente de El Barrio no sabe a quién temerle más, si a lo’ menore con sus armas caseras hechas con teipi e hierro que tanto gustan a los SWAT, o a los SWAT con sus armas sofisticadas que tanto codician lo’ menore.
Pero aparte de temer, los de El Barrio han encontrado su propia manera de tomar revancha. En noches como esta, se organizan para caerle a pedradas y a botellazos a los del equipo SWAT desde sus escondites, de modo que sea imposible saber de dónde surge el ataque. Ahora Rafael escucha los pasos presurosos de sus vecinos, escurriéndose entre patios y callejones, listos para atacar a los SWAT y lograr que se desgariten lo más pronto posible. Segundos después, se oye el sonido de montones de piedras y botellas de vidrio rebotando sobre todas las cosas. A lo lejos, y enseguida cada vez más cerca, se escucha un tiroteo. Es la respuesta de los SWAT ante el odio de la gente. Todo el estrecho perímetro de la habitación que Rafael y Belkys comparten con sus hijos, es atacado por dos frentes al unísono. Temeroso, Rafael aferra a los niños a su cuerpo. Yuberkys, de cinco años de edad, reacciona chupándose con agitación un dedo mientras se revuelca inquieta sobre el pecho de su padre. El recién nacido Javier, en cambio, duerme plácidamente, como si el caer de las piedras, botellas y balas sobre el mundo, fuese su canción de cuna.