Está lista la pira para quemar a Jimmy Sierra. Y Julio Cuevas pondrá su cabeza debajo de la guillotina. Juan Bosch daría la orden fatal ¿aparecerá el Chapulín Colorado?
“En el principio era Bosch, y el PLD era con Bosch, y el PLD era Bosch” ¡Sacrilegio!, podrían gritar algunos, al ver como se ha torcido la introducción del evangelio de San Juan.
Pero, era la realidad para el tiempo en que yo había caído en la trampa de aceptar “dar una charla” ante el mismo Bosch y los dirigentes más y radicales de su partido. Eso sucedía después de que, con un grupo selecto de los mejores cineastas del país, había ido a la oficina del profesor, en la César Nicolás Penson, a entrevistarlo sobre un documental que preparábamos con el título de “Trujillo: el dictador condecorado”. Eso, gracias a que Leonel Fernández nos había diligenciado la cita. Ese día me acompañaban Claudio Chea, Elías Muñoz, Peyi Guzmán, Tanaka (japonés) y Lionel Martin (haitiano). Al saber que el grupo era comandado por “el tal Jimmy Sierra”, los guardaespaldas nos rodearon de modo amenazante y, cuando se temía lo peor, desde la segunda planta se oyó una voz que sentenció: “Dice el compañero presidente que dejen subir a Jimmy Sierra”. Todo cambió entonces: las cejas se relajaron, el rostro se suavizó y, de los ojos de fuego, desapareció la llamarada. Ya arriba, Bosch me saludó con un abrazo “¿Y mi libro, lo trajiste?”, le entregué, autografiado, “La ciudad de los fantasmas de chocolate”. Y la entrevista fue calidad. Fértil. Fraternal.
Pero ahora, en la casa de Natacha las cosas no pintaban así cuando él entraba. Todos se pararon en atención. Me saludó. Lo saludé. Y se sentó.
Me había resultado extraño que Diómedes Núñez Polanco, que ahora fungía como su asistente y que, cuando estábamos en el MCU éramos tan amigos, me ignoró al llegar.
En fin, al sentarse el profesor, Natacha, una dama encantadora, luego de presentarme, me cedió la palabra. “Gracias, doña Natacha”, le dije, “pero no me han dicho cuál es el tema”. Ahí hubo un momento de turbación. Y continúe: “Por eso les pido que escojan uno”, se oyó un leve murmullo. Y seguí: “Podría ser de cine, televisión, teatro,
historia…”. Una señora, de aire aristocrático, dijo: “La televisión, la historia de la televisión en la R.D”. “De acuerdo”, acepté, y comencé con los antecedentes: el disco de Nipkow, el invento de John Logie Baird, los primeros países en tener TV en América Latina, Petán Trujillo… De la Voz del Yuna, en Bonao, a la Voz Dominicana, en Ciudad Trujillo; el “Romance campesino, con Felipa y Macario”; Emilio Aparicio y Doña Antonia Blanco Montes, el Cuadro de Comedias, Rahintel y la contradicción Ramfis-Petán… Hasta llegar al que consideré el momento cumbre hasta la fecha: el debate entre Bosch y Láutico García. Aquí hubo un rumor sordo. Discreto. Solapado. “¿Cómo se atreve este insolente”, pensarían algunos, “a entrar en ese tema estando presente el propio Juan Bosch?”. Pero nadie me detuvo. Y, luego de las consideraciones preliminares, destaqué el hecho de que el profesor Bosch, con su desafío público al padre Láutico y la amenaza de no concurrir a las elecciones, a tan sólo 72 horas antes de los comicios, había puesto a todo el país en ascuas, acaparando toda la atención. Que ese fue un golpe de efecto contundente, abrumador y bestial. Y a seguidas puse de relieve la verdadera jugada maestra de Bosch: asestar una estocada letal a las aspiraciones de su oponente, el Dr. Viriato Fiallo pues éste, al no reaccionar ante el desafío, había quedado fuera de juego. Bosch lo había anulado, al asignarle el papel de simple espectador, que vio el desarrollo del debate desde su casa. Luego de esto, hice un breve resumen de la confrontación. Y di por concluida mi teoría, a lo que siguió un silencio profundo. Absoluto. Y sepulcral. En ese momento se podía oír el vuelo de un mosquito. La respiración de una hormiga. O el suspiro de una mariposa. Entonces, como impulsado por un resorte, el profesor Juan Bosch se levantó de su asiento y, antes de aplaudir alegremente, dijo: “Esto ha sido, sencillamente, magistral”. Y todos los presentes se pusieron de pies y comenzaron a aplaudir frenéticamente, como si hubiera llegado el Mesías. Fue la ovación más emotiva que he recibido en toda mi vida. Y el primero que vino a abrazarme fue Diómedes Núñez “¡El teórico!”. Y otros: “La pegaste”, “Excelente”, “Superbo”…
En la radio de Doña Natacha sonaba:
https://www.youtube.com/watch?v=Y1CBEJLKfag
Y yo me quedé mudo. Sin palabras. Tan confundido como el día en que Julio Cuevas, al verme llegar a Ingeniería, en la UASD, se abalanzó sobre mí como un loco y, al abrazarme, me gritó: “¡Jimmy, coño, yo tenía razón!”, “¡Tenía razón!”, “¡Tenía toda la razón!”.
¿Y eso por qué?, le pregunté. Y, créanme, su respuesta está colgada en mi memoria como un cuadro de Silvio Ávila: “¿No te acuerdas de cuándo los profesores me halaban para la cocina en la guagua de Mao? ¡Era para decirme que no podía sentarme contigo, porque eras un enemigo del partido! Yo siempre los desafié y me acabo de enterar que Bosch te concedió una entrevista de cine, en su propia casa: ¡Viva Dios, el profesor y tú son amigos!” “¡Amigos!” “¡Amigos, carajo!”
¡Uff! Ya casi termino este ciclo. Pero el lunes le rendiré homenaje a aquellos militares que, desafiando el grave peligro que corrían, tendieron su mano amiga a muchos revolucionarios, incluyendo a mi amigo Juan Bolívar Díaz.
Y deben creerme todo cuanto diga. Porque es innegable.
Yo estaba allí.