Esta semana he optado por publicar el escrito completo de una conversación segmentada, que referenciara en Facebook esta semana. La misma responde a un ciclo de “Conversaciones con la Diáspora” que estoy sosteniendo, por qué estoy seguro que la Nación que estos sueñan, aún existe.
Me senté con Máximo Caminero, un Artista dominicano, que evita llamarse ambas cosas, por considerar las etiquetas sociales, elementos limitantes, a las capacidades, la esencia y la individualidad del ser humano.
Llegué pasado el mediodía, al sector de Aventura, al norte de Miami, donde fui recibido en una casa/taller/almacén, en transición de venta, a compartir verbos y diptongos, con uno, un tanto como yo. Es que los creativos y pensadores libres, tendemos a autocensurarnos, por no ser entendidos. Así que este intercambio sería uno que pensaba disfrutar a plenitud. Incluso ahora mientras lo escribo.
Al ser bienvenido y entrar a la casa, sigo sus pasos por el corredor de su realidad, el cual nos dirige a la terraza. A ambos lados hay colecciones de lienzos enrollados y marcos apilados. Y acepto en ese entonces, que el hombre con quien voy a intercambiar, pueda que tenga más capas de las que había previsto.
Este humilde nacionalista, inicia nuestro intercambio, como muchos lo terminan. Afianzado a sus orígenes
Llegamos a una terraza de puerta abierta, donde a mi izquierda se encontraba una obra en proceso, adherida a la pared. Tapiz permeado de ocres y grises, enmarcado por una cinta adhesiva y añil, separando los errores de la intención. Mesas con frascos de pintura, otras con una carabela medieval y esculturas un tanto sensuales, dan bienvenida al patio que insiste en incorporarse por medio de su brisa, hojas haraganas y mangos por crecer.
Sentados en un sofá que quiere simular uno de esos que Luis XV rechazó, Máximo y yo nos vemos de frente e iniciamos nuestro intercambio. Y a pesar de no considerarse un Artista Dominicano, cosa que aprendo a mitad de nuestra conversación, Caminero inicia la conversación diciendo, “No hay nada como el país de uno. Todo el mundo te entiende. Y de ahí, nadie te puede sacar.”
Este humilde nacionalista, inicia nuestro intercambio, como muchos lo terminan. Afianzado a sus orígenes.
Nos cuenta Máximo, que luego de abandonar la milicia, y un par de semestres fallidos en la UNPHU, opta por buscar mejores bríos, viniendo a Texas en el ‘82, detrás de sus hermanos. Allí, desde un puesto de obrero de factoría, el joven de 19 años de clase media dominicana, recibe dos grandes lecciones primarias. La primera fue la azul realidad del latino en los EEUU. La segunda, fue sentirse discriminado por primera vez. Hasta ese momento, él no sabía que podía existir un amarillo racismo contra él. Un lozano de tez blanca, de pelo y ojos claros. Pero el hablar en español o no muy bien el inglés, lo convertía en víctima de ese trato.
Sin poder adaptarse, la experiencia tejana no alcanza los nueve meses. Regresa a la Patria, con un plan que en poco tiempo se ve desvanecido por el amor. Se casa y pone a New York en su mira. Allá, sin plan, tal como en Texas, el idealista regresa a las factorías. El futuro pintor, insistía en trazar una vida, nada acorde con el estatus social que había heredado de sus padres.
Remontado en el recuento, el pintor se detiene, me pide permiso para fumar y me invita a un cigarrillo. “No fumo”, le respondo. Él entonces se para por las puertas que dan al patio y se apoya contra el marco de ellas. Golpea la cajetilla y saca un cigarrillo. Hasta ese momento la casa solo olía a incienso.
“A través de nuestras vidas, uno llega a ser muchas personas. Hace 30 me veía como militar. Hacen 20 como un arquitecto. Hacen 10…” Se detiene, inhala, piensa y agrega, “testimonio de vida”.
Entre las experiencias de las ciudades que vendrán, Caminero el caminante, pasa de mesero de restaurant, a obrero de construcción, a oficial de banco. De tenis, a botas, a zapatos. Este último, gracias a un fortuito encentro con un amigo de adolescencia. Siempre ha sido versátil.
Lo de New York tampoco resultó, lo que dio paso a su regreso a Texas en el ’86. De ahí pasaría en poco tiempo a Miami, donde aprendería su tercera lección. Esa le abriría los ojos y le encogería el corazón. Aquí conoce del rojo racismo hacia las personas de color y a cambio se encuentra a sí mismo. Su hyohakusha (el cual me traduce del japonés, como el camino sin rumbo) lo lleva a su infancia y a la vez a esta ciudad. Acepta entonces por sugerencias de un amigo y un recuerdo de infancia, que ser pintor es lo que él siempre ha querido ser.
Con arduo trabajo, mucha coordinación y más participación, logra fundar la Casa Cultural Dominico-Americana y la idea de una Casa Club para nosotros, “los de fuera”. Se acerca a los pensadores y profesionales criollos locales, que a pesar de auto excluirse en sus edificios caros, le ceden y piden experiencias socio-políticas y nuevas lecciones, las cual he optado dejar para otro encuentro.
De la Patria, solo extraña “el momento, el lugar y su gente”. Pero va más allá. Le agrega, “las matas, la plaza, los peces y el charco”. Le preocupa el incremento en la indiferencia y el afán de lucrarse de todo gesto. No se explica cómo hemos llegado a una moral que reprende contra un ladrón de poca monta, pero es tolerante a uno de mucho poder. Ve la inseguridad como el reflejo de una sociedad agresiva. Pero no sabe explicarse cómo llegamos a ella, si nunca antes la fuimos.
Piensa irse de Miami el año entrante. Pero no a la República Dominicana. Piensa ir a Portugal. Tiene ilusión con ese país. Incluso ya ha vendido la casa de Aventura. No me lo confirma, pero creo que ha iniciado otro hyohakusha. Él no lo sabe, pero esta vez, ese camino sin rumbo, lo conducirá de nuevo a la Patria.
Terminando nuestra conversación, le aseguré que la nación que el sueña, aún existe.