No recuerdo la última vez que salí a caminar por las calles de mi barrio.  Fue hoy cuando, después de un largo encierro, mi pálido semblante agradeció el baño caliente de la luz refulgente de mi sol del caribeño.   Ufana, alegre estaba yo disfrutando el aire libre de impurezas que se percibía hasta en su prístina transparencia.    Salí toda yo, con mis acostumbrados pasos veloces que siempre me traen recuerdos y dulces añoranzas de la juventud.  Como era mi costumbre, salí por entre el mismo portón de hierro forjado que introduce al ancho y largo vestíbulo del edificio donde vivo.  Siempre flanqueada por los dos enormes tarros que tienen sembradas las dos plantas ornamentales que hoy me mostraban un verdor más oscuro que el que tenían antes del encierro.   Pues adelante, me dije.   Ataviada con la mascarilla, un sombrero vaquero y los guantes de un tamaño tan pequeño que al calzármelos se atascan con mis largas uñas que han crecido de manera insólita durante estas últimas tres semanas, lista estaba para resistir la acometida del minúsculo enemigo.  Cuál no sería mi sorpresa al ver que el monótono panorama de hace tan solo unos días, se tornaba cada vez más distinto y acogedor de lo que jamás esperaba.  En un nuevo lenguaje de solidaridad me hablaban las plantas de los setos en los escasos jardines restantes en el barrio, los árboles frondosos, las flores abiertas sonrientes y todos los elementos que componen el cuadro de la naturaleza agradecida por la ausencia del animal más depredador del planeta.   Para añadir a mi sorpresa, me vi caminando sobre el ardiente asfalto que cubre las calles.  Sí, las calles rectas y las calles esquineras, las mismas calles de siempre ahora quietas, tranquilas, sin el diario trajinar de la gente y los carros.  No se evidenciaba ni un trazo del polvo que comúnmente se acumulaba y se esparcía por doquier y, allí posado e impávido aquel polvillo inútil rogaba al cielo vertiera un poco de lluvia que calmara su sed.    Seguí el trayecto con ciertas variantes, siempre buscando otras cosas nuevas con que complacer mi acuciante y reciente curiosidad.   Así seguía mientras elaboraba, a la vez, un nuevo relato sobre esta hermosa experiencia.  En momentos como ésos echo mucho de menos una grabadora portátil que me sirva de auxiliar para facilitar mi tarea.  Pero qué podía hacer.  Tendría que contar con mi aún lúcida memoria para revivir estos momentos que ansían ser contados. 

En una esquina que conocía por demás, encontré al frutero haitiano de siempre esperando mi saludo antes de tomar él la iniciativa reprimida que intuí le venía de un respeto endémico.  Amigo fiel de mis paseos rutinarios, con su acostumbrada venta de exuberantes frutas de estación, si es que en la República Dominicana se puede hablar de estaciones; tanto más hermosas esas frutas cuanto que las exponía de una manera tan artística y primorosamente dispuestas que a una se le ocurría  pintarlas para luego colgar el cuadro en un sitio privilegiado de la casa.  Me trajo nostálgicos recuerdos del pequeño apartamento que habitaba con mi esposo y mis hijos pequeños en la calle Elvira de Mendoza.   Lo teníamos tan lleno de cuadros que las reducidas paredes del lugar lucían cubiertas de piso a techo con hermosas obras que íbamos coleccionando con los buenos salarios, para los tiempos aquellos, que ambos mi marido y yo recibíamos como profesores en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. 

Más adelante, en la misma calle Manuel E. Perdomo seguía cubriendo, sin darme cuenta, grandes distancias con trancos muy largos impulsados por las ansias de verlo todo, lo más rápido posible, bajo lo que aparentaba ser un lente prismático transformador de lo antes visto infinidad de veces.  Hasta los rayos de luz parecían atenuarse para permitir adentrarme en un ambiente que, aunque ardiente, me cubría  de  sensaciones deleitantes.  Y como iba diciendo, de tan rápido que caminaba sin  pensamiento fijo que, asimismo, me había llevado a subir a la acera que bordeaba la calle, mi pantalón en cimbreante Jersey de piernas anchas, (extraña moda para ropa sport), hubo de rozarse con un espléndido brote de malas hierbas atestado de cadillos.  Me enteré hasta sentir el familiar pinchazo de las odiosas espinas del susodicho espécimen vegetal inservible. Me pregunto la razón de existir de ciertos elementos que no cumplen función alguna en la Tierra.  Al menos, eso creo.  Pues, me detuve tan pronto sentí la desagradable sensación en la piel, tan común en la niñez de todos los dominicanos.  Y aunque no me lo crean, mi sola reacción fue ignorar al montón de cadillos, que se habían agarrado como un enjambre de garrapatas a la piel de un animal, para que siguieran a bordo de mi pantalón hasta el final del paseo.   Soporté los pinchazos de manera amigable durante el resto del camino restante, al mismo tiempo agradeciendo a Dios por haberlos podido sentir.   Señal absoluta de estar viva.

Hasta los edificios que desde mi ventana antes me habían atormentado de tedio, ahora me parecían monstruos soberbios porque daban albergue a tantas personas que, al igual que yo, hoy disfrutaban de la misma vida corriente y aburrida y monótona; en fin, la misma vida de siempre, ahora con ansias de seguir viendo las cosas de una manera más positiva y más agorera de un próximo futuro mejor en completa libertad. 

Habiendo dicho esto, pongo punto final a mi magnífica primera caminata por las calles de Naco.