Oigan, les va a parecer mentira lo que les voy a contar, pero es una verdad totalmente de verdad  y más rica que un pan con mantequilla y un café caliente a las seis de la mañana. El otro día iba por un barrio y caminé por una acera de una calle larga, muy larga,  y para mi gran sorpresa no encontré ni un solo centímetro cuadrado de superficie destrozada, ni levantada, el cemento estaba perfecto, liso, y tampoco tenía hoyos ¡ni uno sólo! dónde doblarse o romperse un pie o un tobillo, es más, ni una totuma de esas, como de camellos asfálticos, ya perfectamente camufladas al atardecer para tropezar con ellas, y para el colmo de sorpresas, ni siquiera había  una hendidura donde quedarse atorado un tacón de zapato de mujer.

Además ¡y me pareció tan extraño! no encontré ninguna cáscara de naranja, ni de guineo, ni  papeles sucios y raídos, ni vasos plásticos arrugados, ni envases para comida con restos de arroz, huesos de pollo y grasa, tampoco con ningún cristal roto de esos que acechan con el filo para arriba buscando un pie distraído donde enterrarse, ni botellas de ron o de cerveza vacías, que sugieren bebedera nocturna y falta de limpieza diurna.

Era bien raro, pero no había tubos de señales o de letreros comerciales arrancados casi de cuajo a unos centímetros del suelo y con bordes irregulares capaces causar un terrible dolor si uno se topa con ellos. Además, no había ni un solo cable del tendido eléctrico descolgado, movido por la brisa y amenazando las cabezas de los transeúntes. Los postes estaban en orden, sin inclinar, derechos como cadetes en formación, sin cables enganchados en lo alto como si fueran retorcidos nidos de culebras.

Por increíble que parezca, no nos tropezamos con ningún tanque de basura fusilado de agujeros, exponiendo sus hediondos contenidos a un sol inclemente, acelerador de podredumbre y criador de bacterias. Es más, ni vimos ninguna de esas enormes pirámides de fundas plásticas con desechos domésticos en sus vientres esperando, sin mucha esperanza, ser recogidas algún día. No me encontré ni un sólo tarantín de fritangas esparciendo sus olores grasos, ni con puestos de chucherías, ni de ropa de usada, ni de frutas con sus dueños haciendo filigranas en las piñas…

Tampoco vimos puntos de motoconchistas charlando o arreglando el país en voz bien alta, con sus motores alineados esperando que la suerte se les monte en forma de pasajeros, ni vimos sillas de plástico blancas o verdes con vecinos y vecinas sentados ocupando la mitad del espacio, tomando el fresco, vitillando a los viandantes o comentando algún suceso del barrio.

Me llamó mucho la atención que no se había robado ninguna tapa de alcantarilla, estaban todas en su lugar, sin dejar huecos capaces de engullirse, crudo y sin sal, a un ciudadano cualquiera. Tampoco habían riachuelos de aguas jabonosas de lavados personales o caseros, tiradas por gente higiénica sólo de puertas para adentro, ni tuve que hacer el atleta y saltar una zanja abierta en épocas pretéritas para alguna conexión, y que se cerrará en los tiempos del nunca jamás, y tampoco pasé sobre un adormecido perro viralatas, con inicios de sarna en su lomo, resignado a su triste suerte de olvidado paria canino.

Lo que les cuento, créanme, es 100%  cierto, si bien se me olvidó decirles al inicio del escrito que la acera era de un barrio de una ordenada ciudad del norte de Europa, donde las cosas del urbanismo son como deben de ser. Pero debo reconocerlo, también fue la acera más monótona y aburrida de toda  mi vida ¡Palabra!