Antes de estallar la crisis sanitaria provocada por la COVID-19, el mundo se encontraba en un estado de recomposición que de a poco iba sepultando el unilateralismo que dejó como herencia el colapso de la Unión Soviética y con ella la desaparición de las democracias populares europeas. Países emergentes comenzaron a entrar en el escenario geopolítico desde el despegue acelerado de sus economías, la irrupción en los mercados internacionales y el consecuente peso en el agitado terreno de una diplomacia que corría hacia la adaptación de los cambios producidos en la sociedad global para mantener la gobernanza planetaria en medio de las expectativas creadas por la incertidumbre de un teatro alterado, con nuevos actores imponiendo una dinámica ajena a la habitual, que comenzó a diseñar líneas para desaprender las normas que hace 180 años Occidente sembró en el globo.
La incertidumbre se acentuó al estallar la pandemia provocada por el coronavirus; una crisis de liderazgo afloró, pues resulta que mientras los ciudadanos del mundo se enfrentaban -como aún se enfrentan- a esta enfermedad devastadora que va cobrando millones de vidas, el primer mundo, sobre el cual debió descansar el peso para liderar la estrategia de combate a esta situación de carácter apocalíptico, actuó hacia adentro, anunciando que se enfocaría en la investigación para producir una vacuna que sería aplicada solo a sus ciudadanos hasta lograr la contención del virus, cuestión que no lograron en el tiempo previsto. Pero lo grave no fue el fracaso de sus programas sanitarios de combate a la enfermedad, sino el hecho de que la COVID-19 desnudó la fragilidad de los sistemas sanitarios de estos países poderosos, lo que a su vez colocó en sus escaparates las profundas desigualdades sociales.
La situación particular de Estados Unidos -líder y espejo de Occidente-, dio la oportunidad a los medios de comunicación para que se desinhibieran, para que rompieran las amarras y dieran riendas sueltas a los análisis abiertos y críticos, para que comenzaran a instalar la narrativa de la realidad fáctica, no la construida en las salas de redacción; entonces la fractura social provocada por una brecha alarmante entre ricos y pobres dejó de ser tabú. Ya no eran quejas exclusivas de Michael Moore, de Bernie Sanders, Noam Chomsky, Joseph Stiglitz y otras personalidades del mundo intelectual y académico estadounidense considerados progresistas. ¡No! Bloomberg, CNN, Fox y otras cadenas no pudieron abstraerse de lo evidente y, como dejándose llevar de forma espontánea de los acontecimientos y la realidad, comenzaron a vincular la cuestión local con la internacional: la debilidad interna de los EE.UU. se reflejaba en su liderazgo global. Era simple; si no puedes resolver los problemas de tu propio país, ¿cómo enfrentarás a los ajenos?
Y es, sencillamente así, por ello el plan de reformas estructurales presentado por el presidente Joe Biden que busca soldar las fracturas internas, por ello la implementación de una política internacional con la que se pretende retomar el liderazgo, creando nuevas alianzas, como el Aukus para frenar a China en el Pacífico, pero que le generan dificultades con tradicionales aliados como los europeos. Estas movidas sumadas a la salida de Afganistán, el auge chino, la desorientación europea, las reorientaciones de los países africanos y latinoamericanos, además de los avances científicos y técnicos de vértigo aplicados a la vida cotidiana, sacan a la luz cambios inexorables que construyen nuevos liderazgos y nuevas formas de vida.