Cuando al cabo de más de medio siglo, Barak Obama rompió el hielo de las suspendidas relaciones con el gobierno cubano, si bien encontró rechazo entre los sectores más extremistas del exilio y seguramente una actitud aprensiva por parte de las figuras mayor antigüedad de la propia nomenclatura castrista, forjada en la insistente retórica antinorteamericana y cuya vigencia ha estado estrechamente vinculada a la confrontación con los EEUU, no fue escasa la cantidad de quienes fuera y dentro de la isla, algunos aún todavía con lógicas reservas, alentaron la esperanza de que se fuesen produciendo cambios graduales en el orden económico. Los más optimistas, que esos cambios se reflejasen en el campo de los derechos civiles y las libertades públicas, puerta de entrada hacia una posterior apertura política.
Pero para que este proyecto de acercamiento pudiera progresar en la dirección apuntada, era necesario, como contrapartida, una mucho mayor disposición de colaboración del gobierno cubano. No ocurrió así. Las diversas señales de apertura y amplias concesiones otorgadas por el gobierno de Obama se vieron tímidamente retribuidas por el de Raúl Castro.
Por el contrario, las obligadas y tibias reformas económicas intentadas ya de antes por el propio Raúl Castro, promoviendo el “cuenta-propismo”, en un angustioso empeño por tratar de enmendar la desastrosa política estatista impuesta por Fidel Castro y el insuperable descalabro de la economía cubana, siguieron por el mismo escabroso y limitado sendero marcado desde sus inicios por un régimen temeroso de sus posibles controversiales efectos sociales y políticos sobre el resto de la población sometida a un oprobioso nivel de vida, caracterizado por bajísimos salarios y continuas carencias.
Paradójicamente, a partir del inicio del proceso de deshielo, se incrementó a lo interior de la isla la persecución contra opositores pacíficos; se impidió que grupos de trabajadores pudieran reunirse para crear una sindical obrera independiente para abogar por sus legítimos derechos; las Damas de Blanco continuaron siendo víctimas de todo género de agresiones; aumentó de manera significativa la cantidad de detenidos y presos políticos bajo las más absurdas acusaciones y se prohibió viajar a representantes de organizaciones disidentes para que pudieran asistir a foros internacionales.
Durante su campaña, el hoy controversial presidente estadounidense Donald Trump asumió, como cabía suponer, en contraposición a la política seguida por Obama, una postura radical con respecto a Cuba. Era de esperar que una vez en la Casa Blanca, convirtiera esas promesas en política de Estado. Legisladores republicanos de origen cubano que le brindaron fuerte apoyo electoral, se encargaron de recordárselo. Así lo hizo en Miami, en días recientes. Si bien no rompe las relaciones, desmonta varias de las medidas de deshielo adoptadas por Obama, al tiempo de prometer que su gobierno mantendrá presión sobre la dictadura castrista hasta lograr que Cuba retorne al redil de los países democráticos. La respuesta de La Habana se mantuvo en el mismo tono señalando que si bien le interesa mantener vivas las relaciones con los EEUU, las mismas no estarán condicionadas a cambios en el sistema imperante.
El retorno a la posición dura anterior que por espacio de más de medio siglo se ha mantenido como una secuela de la “Guerra Fría” con la desaparecida Unión Soviética, plantea algunas interrogantes.
¿Llegará el gobierno de Trump a una intervención armada en la isla, como anhelan algunos, temen otros y emplean con frecuencia como argumento voceros del castrismo fuera de Cuba?
Como apuesta segura, descartamos esa posibilidad, excluida como opción por el gobierno de Kennedy durante la “Crisis de Octubre”, como contrapartida a la retirada de los misiles soviéticos de la isla, pese al manifiesto disgusto del propio Fidel Castro que soñaba con usarlos para destruir ciudades norteamericanas a riesgo de provocar un holocausto nuclear. El compromiso de no intentar ninguna acción armada contra Cuba ha sido mantenido desde entonces por los presidentes, demócratas y republicanos, que han ocupado sucesivamente el despacho Oval de la Casa Blanca.
No solo esa opción fue borrada de la agenda del gobierno estadounidense, sino que se extendió a la vigilancia y persecución los grupos más aguerridos del exilio, impidiendo la realización de toda acción armada contra el régimen castrista, desde fuera y dentro de la isla. Esto así pese a este enviar grandes contingentes de tropas a los distintos escenarios de confrontación armada, principalmente en África, donde los Estados Unidos y la Unión Soviética pulsaban por lograr estratégicos espacios de influencia y la instalación de gobiernos afines. Obligados a pelear guerras que les resultaban totalmente extrañas, se perdieron miles de vidas cubanas bajo el tradicional etiquetado de la “solidaridad internacional”, eufemismo con que se trató de disfrazar lo que una era clara política de intervención armada para alimentar el ego e incrementar la imagen internacional de Fidel Castro.
Tampoco creemos en la posibilidad de que bajo Raúl Castro, en lo que le resta de la fecha de su prometido retiro, se produzca ningún cambio en el actual sistema opresivo implantado en Cuba. Desde que asumió el poder, una década atrás, adelantamos que su período sería de simple tránsito, nunca de transición. Nuestra opinión –y también en este aspecto nos arriesgamos a hacer apuesta en firme- es que mientras disfruten de posiciones determinantes en el gobierno quienes montaron la actual estructura de poder absolutista y dictatorial, no existe ninguna perspectiva de que se produzcan cambios que conduzcan a una apertura democrática. Se los impide la misma naturaleza del sistema que han creado y el temor a debilitar sus carcomidas bases. En realidad están tan atrapados por la naturaleza del mismo como el pueblo al que mantienen sojuzgado. Un temor que se acrecienta por la inmensa y creciente marea popular de repudio en Venezuela contra el inepto y corrupto gobierno de Maduro.
En conclusión: dentro de la isla, la población seguirá viviendo bajo el mismo régimen de restricciones ciudadanas y carencias materiales que pudieran ser mayores y dar lugar a otro “período especial”, como cuando se produjo el desplome de la Unión Soviética, en la medida en que eventualmente la salida de Maduro del poder ponga fin a la copiosa ayuda económica que ha estado recibiendo el gobierno castrista, y China Comunista y la Rusia de Putin no muestren mayor interés en echarse encima la onerosa carga de Cuba. Habrá un mayor acoso y persecución contra disidentes y opositores pacíficos en tanto todo amago de protesta colectiva, siempre de alcance limitado por la imposibilidad de articular movimientos de masas, será objeto de feroz represión.
¿Alguna esperanza? También me atrevería a asegurar que los cambios en Cuba tendrán lugar desde adentro principalmente y de manera inexorable, más cercanos en la medida en que se creen condiciones propicias desde afuera.
Es cuestión de tiempo.