En la ilustrativa conversación de Luigi Ferrajoli y Mauro Barberis, de la que surgió la obra Los derechos y sus garantías, como si se refiriera al proyecto de Ley de Partidos Políticos que actualmente se debate en nuestro país, Barberis le sugirió a Ferrajoli lo siguiente: “Esta reforma de los partidos debería afrontar también un segundo problema: la corrupción y, más en general, las relaciones cada vez más estrechas entre política y negocios, el descrédito que envuelve al conjunto de los partidos y la urgente necesidad de superar el dialogo de sordos entre quien querría liquidar a todos los partidos excepto al propio, como aparatos parasitarios del poder, y quien, como tú y yo, defiende que una democracia sin partidos todavía no se ha inventado; y si acaso existe, se llama totalitarismo, no democracia”. A seguidas Ferrrajoli le respondió: “Estoy totalmente de acuerdo. Ni defendemos a los partidos tal como ahora son ni abogamos por su abolición, dado que sin ellos la organización de la representación y, más en general, de la democracia es imposible”.

No se puede negar que la corrupción y la influencia de los negocios en la vida de los partidos políticos, han contribuido significativamente con el deterioro de su credibilidad.

A pesar de la progresiva pérdida de confianza de la sociedad en los partidos políticos, estos mantienen su monopolio sobre la actividad política, sin dudas, debido a la inexistencia de mecanismo que los puedan sustituir en una democracia representativa.

La época de mayor esplendor de los partidos políticos, en nuestro país, correspondió a los años setentas, cuando formar parte de uno de ellos era una muestra de valentía y un motivo de orgullo.

Militar en un partido político de oposición, en aquel tiempo, implicaba el riesgo de morir, ir al exilio, ser torturado o ser encarcelado. Lo que entonces motivaba la participación en la política eran los ideales por la conquista de la libertad y la democracia. Ahora, más que en el bienestar del pueblo, la mayoría de los que participan en la política lo hacen motivados en sus intereses particulares.

En ese sentido, los partidos no están cumpliendo, en lo más mínimo, su función de intermediarios entre el Estado y la sociedad. Por el contrario, producto de su mal comportamiento, se alejan cada vez más de la sociedad, dejándola sola e indefensa ante el Estado.

Nuestro liderazgo político debe aprobar, en la actual legislatura, la Ley de Partidos y la reforma de la Ley Electoral, para convencer a la sociedad de que tiene la intención de cambiar su forma de hacer política.

Contrario a los partidos de ayer, cuyos dirigentes y militantes tenían una adecuada formación, los partidos de hoy, carentes de ideologías y de principios y, sobre todo, prisioneros de la necesidad de fondos para poder cubrir las costosas campañas electorales, necesitan ser regidos por leyes que los obliguen a cumplir con los requisitos de democracia interna y de transparencia dispuestos por el artículo 216 de la Constitución de la República. 

Por lo tanto, para garantizar que los partidos cambien y se sintonicen con la sociedad, es indispensable que todo lo concerniente a su democracia interna y su transparencia quede plasmado en la Ley de Partidos.