“Calidades y conclusiones” es la expresión con la que los abogados son invitados con cortesía a agotar su participación en las audiencias que sobre un recurso de casación y una acción directa en inconstitucionalidad celebran respectivamente la Suprema Corte de Justicia y el Tribunal Constitucional.

Postular ante una alta corte, como la Suprema Corte de Justicia, el Tribunal Constitucional o el Tribunal Superior Electoral, ha de suponer –y supone- un reto para el profesional del derecho a quien se le exige una mayor calidad argumentativa.

La Suprema Corte de Justicia tiene a su cargo evaluar, a través del recurso de casación en un caso concreto, si el derecho ha sido bien o mal aplicado. Es la tradicional función nomofiláctica, a la que se une una función dikelógica que se ha ido fortaleciendo con la positivización de los derechos fundamentales propios del constitucionalismo tras la segunda posguerra del siglo pasado.

Al Tribunal Constitucional, por su parte, le corresponde la delicada tarea de decir la última palabra en la interpretación de la Constitución, ya a través de procesos de control objetivo (acción directa, control preventivo de tratados y conflictos de competencia), o a través de procesos subjetivos de tutela (revisión de amparo y revisión constitucional de sentencias).

El Tribunal Superior Electoral, por último, es el órgano jurisdiccional superior en materia contencioso-electoral, cuyas decisiones sólo pueden ser revisadas por el Tribunal Constitucional cuando sean manifiestamente contrarias a la Constitución.

El valor de la oralidad como medio para la realización de un juicio público y contradictorio es tal que se usa la expresión juicio oral para referirse a uno en el que se respeta el debido proceso.

Es cierto que las garantías asociadas a la forma judicial (inmediación, contradicción, etc.) no tienen la misma intensidad en la fase de juicio, que corresponde por regla general a los juzgados de primera instancia, que en la fase del conocimiento de un recurso como el de casación (que corresponde a la Suprema Corte de Justicia) o de revisión constitucional (cuyo conocimiento corresponde al Tribunal Constitucional). Lo mismo puede decirse respecto de una audiencia en ocasión de una acción directa en inconstitucionalidad.

Sin embargo, que las referidas garantías judiciales admitan matices en función de la fase del proceso y en concreto cuando se trata de recursos como el de casación y la revisión constitucional o de acciones especiales como la directa en inconstitucionalidad no debería conducir a que las audiencias orales se celebren como una simple formalidad hueca, vacía de todo contenido garantista, esto es, como audiencias que no son tales.

Es muy posible que esta práctica esté motivada en la locuacidad de algunos abogados, lo que nos lleva a aquella famosa pregunta de Calamandrei en El Elogio de los Jueces escrito por un abogado: “¿Qué es peor para la buena marcha de la justicia, un abogado locuaz o un magistrado irascible?”

Creo que a pesar del riesgo que supone la locuacidad de los abogados hay razones válidas para recuperar el valor de la audiencia oral en las altas cortes dominicanas. Una de ellas es que la audiencia oral está concebida como un medio para asegurar un control de calidad sobre las respectivas argumentaciones de las partes, mismo que tiene lugar a través de la contradicción. No olvidemos que la función judicial es una de comprobación y verificación y que la audiencia es una herramienta estelar para que los jueces identifiquen el thema decidendi.

La audiencia oral es también el mejor antídoto contra la delegación de funciones, pues es una práctica establecida de los tribunales colegiados contar con abogados ayudantes que se limitan a dar apoyo a los magistrados en la elaboración de las sentencias, lo cual en muchos casos le resta calidad a las decisiones, no por la falta de conocimiento de los ayudantes (que por lo general son muy buenos), sino precisamente porque no tuvieron la oportunidad de presenciar el debate entre las partes. Los magistrados, tras una audiencia oral, están en mejores condiciones de orientar las tareas de sus abogados ayudantes.

Por último, una audiencia limitada a dar calidades y conclusiones se revela como una formalidad sin sentido y demasiado onerosa para las partes y para los abogados, razón por la cual sería más aconsejable aprovechar las ventajas tecnológicas y abrir canales más expeditos para el cumplimiento de este trámite.  Quizás sea el momento de pensar en una regulación de estas audiencias y abrevar en el modelo norteamericano (o en el más reciente ejemplo chileno). En vez de continuar la práctica imperante sería preferible simplemente suprimirla, aunque no estoy seguro de que esa solución sea compatible con el modelo constitucional.

Tiene que haber un punto de encuentro entre el temor a la locuacidad de los abogados y el sentido de la audiencia oral ante las altas cortes, pero la solución no puede ser matar la audiencia, que es lo que se hace cada vez que un magistrado invita amablemente a presentar “calidades y conclusiones”.