“Las cabezas triviales son absolutamente incapaces de arriesgarse a escribir como piensan, pues creen que, si lo hacen, su escrito tendría un aspecto muy simple. Y, sin embargo, tendría su valor (…) Pero, en lugar de esto, tratan de dar la apariencia de que han pensado más y más profundamente de lo que en realidad ha sido… Arthur Schopenhauer.

Arthur Schopenhauer, a quien si de algo se puede acusar desde un principio es de tener una cabeza muy bien amueblada, se refiere en una de sus reflexiones a lo que él denomina cabezas triviales. Y tiene como tales a quienes son incapaces de generar, por cuenta propia, un pensamiento vital en el que su criterio personal sea quien vista el cuerpo de sus ideas.

Existe en este caso, como en casi  todo, un heterogéneo número de variables y de personas muy distintas en su proceder. Destacan sin embargo aquellos que, elevados sobre  complejos zancos verbales,  asientan sus disquisiciones en frases y pensamientos ya elaborados previamente por otros. Con frecuencia, estos mismos,  incursionan en la prensa a través de sesudos y enmarañados artículos, en muchos de los casos imposibles de fumar, ni siquiera en la más amplia terraza, sin respirar en la  lectura de los mismos la innegable toxicidad de su propósito.

La escritura es siempre un riesgo y es bueno poseer tal certeza antes de lanzarse a jugar esta ruleta rusa. Es mejor, para quien tema hacer el ridículo en plena pista de baile,  no exponerse, no intentar siquiera salir a escena. Es bien sabido que una de las características de tales plataformas es la cantidad de mirones que acumulan sus aledaños, ojos críticos que atisban a quienes osan ocupar el centro del salón. Es por ello de suma importancia salir por propio pie sin importar errar el paso, trastabillar o enredarte, en ocasiones, en los pies de tu pareja. Cuando, por el contrario, tratamos de usar como muleta la originalidad de otro al bailar, ya sea en el uso o abuso de un discurso prestado, caemos en esa especie de pedantería infantil que pretender engañar tan solo a los incautos y de paso  a nosotros mismos.

Por lo general me sorprendo ante la claridad en el decir de aquellos que se erigen, para muchos de nosotros, en referente intelectual por la profundidad y la claridad de su pensamiento. Nada en ellos llega precedido de exhibicionismo verbal. Su  intención primera es acercar al lector al objeto de interés sin desviar de ėste la atención; sin alejarse de su propósito ni montarle en los caballitos del circo hasta aturdirle y explicarle luego que anduvo por un inmenso  pasto verde.

La pura realidad es que existen y que a menudo podemos encontrar variopintos escribanos del pensamiento trivial. Personajes escudados entre la maleza del lenguaje y que, al menos a mi modo de ver, asumen un accionar cobarde. Seres que nunca darán un paso al frente para salir a la pista con su propia vestimenta por temor a caer en el absurdo, temerosos de ser considerados extravagantes en sus propuestas. Seres incapaces de darse cuenta, en su ceguera, de que otros miran atentos desde la grada sus zancos al bailar. Muchos son  los pretendidos intelectuales que confunden una vasta cultura y la acumulación de conocimientos con la formulación y exposición original de ideas sólidas y bien fundamentadas. Hay un pensamiento que elabora y que se arriesga en su afán de búsqueda incluso al despropòsito y otro que se conforma con citar al  escritor o al pensador en boga y que cree haber elaborado una original teoría, un hallazgo insòlito en su abundar constantemente en idénticas estrategias. Existen otros, aún más audaces, en su terrible e insustancial actividad, que disfrazan sus carencias con jeroglíficos discursos.

El hecho de escribir y de hacerlo bien contiene, paradójicamente, una alta carga de humildad. No se trata de esa falsa modestia que a veces todo lo empaña, sino más bien de una hendija desde la cual se puede vislumbrar, en quien escribe, lo vulnerable de su pensamiento, el no sentirse infalible, arrogante ni dueño absoluto de sus planteamientos. No importa entonces que tus zancos se llamen Octavio Paz o Emil Cioran. Ni uno ni otro se pretendieron garantes de nada. En su momento ambos ocuparon el centro del recinto y presentaron su número sin importarles qué habrían de decir aquellos que les observaban.

Lo realmente sorprendente de todo este asunto es contemplar el grado de reverencia, de afección y a veces miedo que, en muchas ocasiones, llegan a generar esos escritores de pensamiento trivial. Confunden en la selva por el rugido de su voz, por su seguridad aplastante y esa bravuconería que esgrimen al sacar de la chistera un nombre ignorado o esa cita desconocida por otros.  Es entonces cuando se puede escuchar entre los matorrales un susurro que afirma: cuidado con ese escribano… tiene un doctorado y una biblioteca inmensa,  ha leído a todos los clásicos y está al tanto de la última publicación. Y qué equivocado suele estar aquel que así lo piensa. No sabe, no intuye que estos individuos una vez que abandonan la pista de baile y descienden el alto andamiaje que les sustenta adquieren de nuevo la estatura que en realidad poseen.