Aunque ahora estoy en prisión porque maté a don Pericles Romero, estoy seguro de que el verdadero autor del homicidio que ejecutaron estas manos fue el Diablo; sostengo que fui sólo un simple instrumento para que se cumpliera la voluntad del maligno. Sé que esto es difícil de entender, excepto para el que haya vivido una experiencia como la mía.
Todos saben que yo poseía el caballo más veloz de este pueblo y sus entornos; aquel animal era más ligero que una bala disparada. Don Pericles Romero tenía caballos y tierra en abundancia, sin embargo insistía en que yo le vendiera mi potro. Siempre me negaba con firmeza y le decía que el caballo no estaba en venta ni para el mismo Dios, que más fácil me desprendía las niñas de mis ojos antes que deshacerme del animal. Pero don Pericles, parece que azuzado por el Diablo y valiéndose de su abundancia, así como abusando de mi necesidad, aumentaba su oferta ante cada una de mis negativas. Primero me ofreció veinte pesos, y varios días antes de la primera desgracia había triplicado la oferta. Solo algunos días después de haberle desbaratado la existencia, comprendí que su gula y mi obstinación, así como otras penalidades que luego me sucederían, se debieron a que ya el Diablo había elaborado minuciosamente su horroroso plan.
El Diablo lo sabía, y por ello, sabiéndome incapaz de matar una rata (a pesar de las tantas que hay en el centro y en el entorno de este pueblo), hizo que mis manos tomaran con firmeza el cuchillo…
Un día me enteré por la radio de que en el hipódromo local se celebraría una carrera en la que podía participar todo el que quisiera llevar un caballo a la competencia. La voz del locutor, que ahora estoy seguro que era la voz de “El Oscuro”, decía además que el dueño del ejemplar ganador recibiría como premio la suma de cien pesos.
La alegría que sentí era tan grande que se me desbordaba por todo el cuerpo porque estaba seguro de que ningún caballo superaría al mío. Ignorando que mi obsesivo optimismo sólo podía provenir del influjo del Gran Enemigo, hablé con Esperanza, mi mujer, y le expliqué mi decisión de llevar al potro a la competencia, porque estaba seguro de que seríamos los ganadores de los cien pesos. Ella no compartió mi entusiasmo, y creo que no se rió en mi cara porque le daba pena conmigo. Sólo se limitó a decirme: -Yo siendo tú aceptara los sesenta pesos que te ofrece don Pericles por el caballo, que bastante falta nos hacen. Además, a ti mismo te he oído decir muchas veces que más vale pájaro en mano que muchos volando.
Pero yo estaba sordo y ciego a todo lo que pudiera contrariar mi voluntad, que luego supe era la voluntad del Demonio. Mi gran sordera no me impedía escuchar, sin embargo, el alegre rumor de la celebración de la victoria, así como tampoco mi ceguera era obstáculo para que yo pudiera observar, bien de cerca, la papeleta de los cien pesos del triunfo, danzando como una hoja madura frente al triste espejo de mis necesidades.
Aunque las palabras de Esperanza colmaron el recipiente de mi ira, me controlé, y casi de inmediato empecé a preparar el potro para la carrera. Así que inicié a bañarlo más seguido, a nutrirlo mejor y a soltarlo a largos galopes que me reconfirmaron la creencia de que yo sería el ganador de los cien pesos. Aunque muchos no lo crean, más fácil se duerme Dios que el Diablo, porque aquel, mi entusiasmo, no era otra cosa que el preámbulo de la inminente desgracia que arrojaría a don Pericles Romero en brazos de la muerte, y a mí a este infierno carcelario.
El día antes de la competencia llevé al caballo al abrevadero de costumbre. En la charca había una gran culebra. Yo me asusté enormemente y presentí de golpe la fatalidad porque de niño me habían enseñado que la forma de serpiente es la más común y preferida de las tantas características que suele asumir el Diablo. El caballo lo sabía y por eso se aterrorizó y empezó a correr a inusitada velocidad por la orilla del río. Lo seguí con mucha dificultad y a la distancia lo vi escalar por sobre gran parte de las enormes peñas que circundan el celebrado charco del difunto José Colá. Pronto lo vi resbalar y descender desesperada y estrepitosamente a las aguas del charco legendario. Al instante un ruido mayor surgió de aquel abismo líquido y una gran esfera roja tiñó gran parte de las aguas, las que casi de inmediato retornaron a su solemne quietud y a su color original, pero del caballo no se encontró ni un pelo.
Luego de mi traumático regreso relaté la historia a Esperanza, la que al instante me dijo, en tono de exaltado reproche: -Yo te dije lo que tenías que hacer, pero no me hiciste caso por tu terquedad de mula; ahora sí que nos llevó quien nos trajo; ahora sí que nos quedamos sin pito y sin flauta.
Juro que nunca en son de violencia yo le había puesto un dedo encima a Esperanza, pero como tenía el Demonio por dentro empecé a golpearla por sus palabras desconsideradas. Luego, torturado por el remordimiento, salí de la casa, como buscando desenredar, eslabón por eslabón, aquella cadena de desaciertos en que se había envuelto mi vida. Cuando regresé me encontré con que Esperanza me había abandonado, que se había marchado para la casa de sus padres. Fue a partir de ese hecho que empecé a tomarle mayor gusto al ron, a descuidarme del trabajo y a alimentar el pensamiento de que todo cuanto me había sucedido se debía al contubernio entre el Diablo y don Pericles.
Pronto comencé a ver en sueños alcohólicos la cara y la risa burlonas de don Pericles. Don Pericles diciéndome que si le hubiera vendido el caballo no habría sucedido la calamidad. Don Pericles sobre mi ligero y hermoso alazán. Don Pericles y Esperanza sobre el potro, aquel sobre mi mujer y ambos sobre mi cama matrimonial, plenos de dicha y desparpajo. Don Pericles…era el Diablo. ¿Quién lo hubiera dudado?
Para no faltar a la verdad, debo decir que don Pericles Romero nunca se burló de mí en realidad, ni tampoco me dijo despierto lo que me decía en mis pesadillas. Él tenía fama de que muy pocas mujeres se resistían a los requerimientos de su abundancia y su virilidad; pero nunca escuché un comentario de que hubiera tenido alguna intimidad carnal con Esperanza. Sin embargo necesitaba liberarme de aquellos fantasmas nocturnos y de un rencor al que había dejado engordar demasiado. El Diablo lo sabía, y por ello, sabiéndome incapaz de matar una rata (a pesar de las tantas que hay en el centro y en el entorno de este pueblo), hizo que mis manos tomaran con firmeza el cuchillo, y estoy seguro de que fue él quien dirigió las certeras direcciones de las puñaladas.