Cada recuerdo tiene su textura propia.
Están aquellos en los que voy deshojando bosques. En los que el recuerdo parece levantarse de los propios átomos, colocarse frente a mí, y mirarme fijamente. Esos que son como el agua, el aire, o incluso quizás alguna sustancia explosiva o tóxica, a la me resulta imposible darle forma.
Son como asomarse por la cerradura del ojo.
Me resulta fascinante esa clase de recuerdos… Poco importa si son buenos o malos. Si pudiese recordar fielmente ciertas realidades en su contexto, dejaría de extrañar tantas cosas que se han ido. Aunque por otro lado, no quisiera hacerlo siempre. No deseo poseer todos mis recuerdos insanamente intactos.
Desajustar la realidad de vez en cuando resulta necesario. Una brújula que me desvíe, y me indique también el lugar donde no están las cosas.
Esos recuerdos en los que la distorción adquiere rasgos atractivos, y para abrirle el vientre a la imaginación me coloco en el lugar del cuchillo, resultan a veces la forma más honesta de ocupar vacíos, y poner en su lugar algunas situaciones. De la misma manera en que la ficción narra tantas verdades.
Son como tirar mi mente por la ventana a otro universo.
Desviar realidades es una tradición humana muy antigua, y además profundamente arraigada en nuestros hábitos. La percepción varía de persona en persona.
La real diferencia en esta dos clases de recuerdos, la fiel y la infiel a la realidad, es la misma que hay entre el hubo una vez, y la vez de un hubo.
Pero el recuerdo, ese caballero inconstante, suele acompañar a la desolación, y en la desolación todo está permitido.