Recientemente, la prensa y las redes se hicieron eco de las declaraciones del aspirante a la presidencia de los Estados Unidos, el republicano Jeb Bush, quien declinó descartar el uso de tortura bajo ciertas circunstancias por el gobierno estadounidense. ¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué uno de los políticos con mayores posibilidades de ser escogido candidato presidencial y presidente de la mayor potencia mundial puede sin el menor rubor y sin vergüenza alguna hablar con la mayor naturalidad y tranquilidad de la tortura, proscrita mundialmente desde finales de la Segunda Guerra Mundial y considerada como un tabú en todos los ordenamientos constitucionales del globo? ¿Por qué se habla hoy descaradamente de la tortura, se la justifica incluso en ciertas circunstancias “excepcionales” y hasta se habla de “técnicas mejoradas” de la misma? El filósofo esloveno Slavoj Zizek –como no me canso de repetir en esta columna- lo explica:
“La moralidad no es nunca una cuestión exclusiva de la conciencia individual; sólo puede florecer si se apoya sobre lo que Hegel llamaba ‘el espíritu objetivo’ o la ‘sustancia de las costumbres’, la serie de normas no escritas que constituyen el trasfondo de la actividad de cada individuo y nos dicen lo que es aceptable y lo que es inaceptable. Por ejemplo, una señal de progreso en nuestras sociedades es que no es necesario presentar argumentos contra la violación: todo el mundo tiene claro que la violación es algo malo, y todos sentimos que es excesivo incluso razonar en su contra. Si alguno pretendiera defender la legitimidad de la violación, sería triste que otro tuviera que argumentar en su contra; se descalificaría a sí mismo. Y lo mismo debería ocurrir con la tortura. Por ese motivo, las mayores víctimas de la tortura reconocida públicamente somos todos nosotros, los ciudadanos a los que se nos informa. Aunque en nuestra mayoría sigamos oponiéndonos a ella, somos conscientes de que hemos perdido de forma irremediable una parte muy valiosa de nuestra identidad colectiva. Nos encontramos en medio de un proceso de corrupción moral: quienes están en el poder están tratando de romper una parte de nuestra columna vertebral ética, sofocar y deshacer lo que es seguramente el mayor triunfo de la civilización: el desarrollo de nuestra sensibilidad moral espontánea”.
Pasemos ahora al famoso Donald Trump. Este otro aspirante republicano a la presidencia de los Estados Unidos ha conmocionado la opinión pública estadounidense y global con sus constantes insultos a los mexicanos e hispanos, afirmando que no son más que unos vulgares ladrones y violadores. La respuesta de la opinión pública y de la sociedad civil a las sandeces de Trump no se ha hecho esperar: varias cadenas de televisión, publicaciones, artistas y empresarios han roto sus relaciones con Trump, al no querer asociar sus nombres y marcas con el descarado racismo del precandidato presidencial.
Llegados aquí, la pregunta es obvia: ¿por qué esta rápida y visceral reacción contra las declaraciones racistas de Trump en contraste con la general aceptación de que alguien de la importancia de Bush hable abiertamente de la posibilidad de recurrir a la tortura? De nuevo, la respuesta nos la da Zizek con su novedosa aproximación al fenómeno de la corrección política.
La corrección política busca erradicar del lenguaje público las expresiones y términos ofensivos hacia las minorías o hacia colectivos históricamente minusvalorados. Así, por ejemplo, en lugar de llamar “lisiado”, “minusválido” o “discapacitado” a una persona, se le denomina “persona con capacidades diferentes”. Pues bien, para Zizek la corrección política “es una forma más peligrosa del totalitarismo”, ya que, aunque no lo parezca, su práctica esconde las relaciones de poder y, además, las vuelve impenetrables. A juicio del filósofo, hay una sola manera de saber que no somos racistas: “cuando se pueden intercambiar insultos, bromas brutales, chistes sucios, con un miembro de una raza diferente, y ambos sabemos que no hay detrás una intención racista”. Algo de eso se veía en el viejo Brooklyn, verdadero melting pot de judíos, italianos, irlandeses, latinos y negros, y todavía se ve en nuestros barrios donde coexisten pacíficamente dominicanos y haitianos. Lógicamente eso no es políticamente correcto. Pero, por lo menos, no es el “racismo inverso” del multiculturalismo posmoderno, en donde se tolera, es decir, se soporta, al otro, al “buen salvaje”, en tanto no se mezcle con el superior blanco occidental. Ese “racismo con distancia” es el que permite, gracias a su posición universal privilegiada, observar, respetar y estudiar cuidadosamente a nuestras “repúblicas bananeras” y reafirmar así su propia superioridad.
Lo paradójico de lo políticamente correcto es que nos mantiene en un nivel aséptico en nuestras relaciones con los otros, mientras que la obscenidad a lo Trump nos ensucia mutuamente, nos permite “tener un contacto real con los otros”. En realidad, para Zizek, al ser políticamente correctos, estemos sencillamente reproduciendo, si no el racismo, por lo menos las condiciones sociales por las que aún pervive en la actualidad. Lo penoso, sin embargo, es que causa más rechazo social que Trump llame delincuentes a los mexicanos que emigran a los Estados Unidos que Jeb Bush diga que recurrirá a la tortura. Nadie tiene que abogar en contra de la violación pues solo un loco se le ocurriría justificarla. Pero se puede hablar abierta e impunemente de aplicar tratos crueles e inhumanos a una persona. Lo que queda absolutamente vedado es ser políticamente incorrecto.