La frase original “con la iglesia hemos dado, Sancho” dicha por Don Quijote en el capítulo 9 de la segunda parte en la célebre obra de Don Miguel Cervantes “El ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha” en 1615, se ha convertido desde entonces en una expresión coloquial que en la actualidad puede encerrar varios significados, desvaneciéndose el inicial en el sentido de autoridad, mando. En este artículo equivale a lo novedoso e impactante que en la vida del autor tuvieron estos dos personajes.

Antes de emprender estas remembranzas por los nostálgicos años cincuenta de la pasada centuria, tengo la obligación de expresar que a raíz de su muerte acaecida en Enero 2015 publiqué el día 16 del referido mes un trabajo en las páginas de este Diario digital titulado “Doña Rumania Minaya: la madre que una vez quise tener” donde traté de describir algunos pormenores concernientes a esta desaparecida Dama que era cuñada de Burrulote –Luis Ernesto Rodríguez– y madre de Leovigildo Pérez Minaya –Leo–.

Por total desconocimiento no incluí en este artículo un episodio que acabo de leer en el libro “Secretos, Vivencias……… de lucha, vida y amor” del dirigente izquierdista Narciso Isa Conde, puesto en circulación a principios de este mes de octubre. En su relato “El Esther Rosario: Tití y Rumanía” en la página 118 cuenta cómo estas dos Damas les proporcionan asilo en su casa cuando era perseguido, la cual estaba ubicada en el sector antes citado, sintiéndose siempre protegido por la discreción y energías positivas de las Minaya Rodríguez.

Cuenta que compartía habitación con Luis Rafael –el hijo de Burrulote– quien le procuraba obras literarias de calidad y libros de ciencias sociales de inspiración socialista. Narra que Sócrates Ramón le hacía visitas esporádicas y que el temerario Leo le proponía audaces métodos de evasión de fuga del país en el caso que fuese necesario. No me resultó nada sorprendente su señalamiento de que Tití y Rumanía casi lo adoptaron, y además que calificara esta familia de maravillosa, afectuosa. Su agradecimiento por el albergue dispensado me parece tan justo como oportuno.

Debo referir que a principios de la década antes aludida la capital dominicana, que según el arquitecto Manuel Baquero ostentaba el estuprado nombre de Ciudad Trujillo, tenía para mí las connotaciones de una urbe mágica, encantada, al extremo que esperaba con ansiedad las ediciones del periódico “El Caribe” correspondientes al 27 de febrero y el 16 de agosto para complacerme con las fotografías de las obras materiales –avenidas, monumentos, hospitales, cines, parques, etc– construidas por el régimen.

Todo lo relativo a la ciudad de los Colones alcanzaba para mí la categoría de excelente, prominente. El lambdacismo –como diría Orlando Inoa– de sus habitantes que sustituían al hablar la r intermedia y final de las palabras de la L, tan diferente al vulgar vocalismo cibaeño, me resultaba encantador. La foránea nominación de algunas de sus calles –Pasteur, Danae, crucero Ahrens, Fabré Geffrad, etc– me maravillaban. Otros aspectos también me deslumbraban como les sucedía a los fugitivos económicos del país al llegar a New York.

La casi totalidad de los vecinos de la antigua avenida Generalísimo del sector Los Laureles eran nativos de la ciudad o de los campos aledaños, provocándome una especie de conmoción anímica el establecimiento a comienzos de la mencionada década –años 50– y en la única casa de dos niveles en madera pintada de blanco y verde existente en toda la cuadra, de una familia procedente de la capital conformada por los Rodríguez Minaya y los Pérez Minaya respectivamente.

En mis notas sobre Rumanía destacaba los exóticos nombres de pila de estos nuevos inquilinos omitiendo algunos de sus usos y costumbres que a continuación reseñaré abreviadamente: a diferencia de la mayoría de los residentes caracterizados por un gregarismo que bordeaba la familiaridad, éstos flamantes arrendatarios se distinguían por no visitar con la frecuencia estilada las casas vecinas. Excepcionalmente y quizás por razones geopolíticas visitaban sus colindantes inmediatos al este y oeste, pero no a los Cabrera Felipe cuyos patios se tocaban. Tampoco les vi recibir nunca a las familias del barrio.

Hasta cierto punto estos capitaleños mostraban un discreto aristocratismo típico en los oriundos de la principal urbe de un país –Santiago en muchos sentidos era una comunidad culturalmente subsidiaria– no asombrándose por hechos y cosas que a los domiciliados en su inmediatez les resultaban curiosos. Su dúplex morada no era el espacio más indicado para enterarse de las habladurías y murmuraciones de la vecindad, y muchísimo menos de los rumores políticos de la época pues para estos últimos ellos tenían su círculo.

Recuerdo algunos visitantes ocasionales tales como sus parientes Lourdes y su hijo Miguel Oscar que vivían no muy lejos de ellos; a Euridice Castillo y su hijo José Nayib Chabebe que era todo un experto en la genealogía familiar fallecido hace poco; a Leito Ricart Sturla hijo de Don Leo Ricart; algunos socios del “Golfito” cuando iban de paso a Santiago; al periodista Juan Gautreaux cuñado de la familia y a un personaje mítico conocido como Tía Lela. Confieso no haber visto jamás a esta señora en la casa.

Cuando en 1962 inicié mis estudios universitarios en Santo Domingo la primera casa donde residí fue la de Don Oscar Ariza –un atrabiliario, divertido e inolvidable personaje francomacorisano– primo hermano de Porfirio Rubirosa y Guarién Cabrera. Tenía varios hermanos entre ellos recuerdo a Ventura y Enrique Ariza –Quique– que vivía en la calle Cayetano Rodríguez en Santo Domingo. Este último parece que estaba casado con la legendaria tía antes referida.

  Como inicio real de este artículo indicaré que Luis Ernesto Rodríguez conocido popularmente con el sobrenombre de Burrulote y a nivel casero o doméstico con el diminutivo de Ernestico, se radicó en Santiago a comienzos de los años 50 del siglo pasado como representante de la Cervecería Nacional Dominicana –CND– que en ese entonces tenía sus depósitos y oficinas al final de la avenida Generalísimo junto a un pequeño parque que tenía como límite occidental el río Yaque del Norte.

En más de un aspecto Burrulote me recordaba a los probóscides sobre todo en la calma y paquidérmica mansedumbre que permeaba su figura –en ese entonces tendría más de 60 años–. Nunca le vi en la galería superior ni en el umbral de su casa y jamás visitando un vecino. Era un individuo de puertas hacia adentro exhibiendo en la sala y antesala de su vivienda símbolos y evocaciones de su pasado como jugador y mánager de beisbol. Recuerdo uno representando una gran copa en madera con un bate y pelota en su interior.

Ninguna vez escuché una palabra malsonante –hoy es plato de cada día– y mucho menos la más insignificante disputa que tuviera por fuente a nuestros vecinos por el oeste, que por otra parte se distinguían por el opresivo silencio que envolvía su reservada y frugal convivencia. Esto último resultaba un tanto inesperado al padecer Ernestico de una acentuada sordera debiendo portar un dispositivo  acústico en el conducto auditivo externo para mejorar su audición. Se esperaba que esposa, hijo y sobrinos hablaran en voz alta, pero no era el caso.

Visitaban a veces y en horas nocturnas amigos y compañeros de labores en la Cervecería como Federico Estrella, Francisco Valdez, Simón Sánchez H. y Rafael Llenas, entre otros, recordando mucho a este último por lo siguiente: entre la cabecera de mi cama y la ventana abierta de la antesala de los Rodríguez apenas había 3 metros de distancia, siendo incontables las noches en que Llenas, para hacer una aclaración o pregunta, alzando la voz para ser escuchado por su anfitrión decía: oyeeeee……… Burrulote (inolvidable).

Me parece que a finales de los 50 el tío más joven de los Pérez Minaya llamado Cayetano –única persona conocida que como los gatos, movía a voluntad el pabellón de la oreja– pensaba casarse y para que Ernestico se enterara escuchaba mucho desde mi cuarto un Liliana para aquí, un Liliana para allá. No abrigo la menor duda que el comodín oye Burrulote con reiteración usado por nuestros vecinos influyeron para que con posteridad en un programa televisivo Leo le repitiera con frecuencia a su contraparte aquello de: oye…… Pelegrín. Al término de esa década Burrulote se mudó frente a la sede del Partido Dominicano en Santiago y luego a Bella Vista donde creo que finalmente falleció.

La irrupción de Leo Pérez Minaya en Los Laureles representó al menos para mí que contaba con 10 u 11 años de edad un antes y un después dentro de la rutinaria y monótona existencia que un adolescente podía llevar en el provincial ambiente que caracteriza la ciudad y el barrio, ya que su prodigiosa hiperactividad no solo contrastaba con el sosiego de su hermano Ramón, su primo Luis, su madre y tíos, sino también con la serenidad y placidez de los santiagueros en general.

Caminaba por las calles del pueblo a una velocidad inusual como si estuviera al punto de perder un tren, y al hacerlo hacía frotar la yema del dedo mayor contra la del pulgar provocando el sonsonete característico que hacemos para que alguien que nos disgusta abandone nuestra proximidad. En sus apresurados desplazamientos fijaba su visita sobre el suelo que pisaba y sólo de vez en cuando miraba hacia adelante para configurar el itinerario de menor resistencia en el camino a recorrer.

Al polemizar con familiares, amigos y conocidos si consideraba que su argumentación era imbatible, inapelable, levantaba los dos brazos con las manos abiertas en un gesto muy parecido al que asumíamos cuando jugando a policías y bandidos decíamos “caman ahí” si atrapábamos al ladrón. Simultáneamente echaba un poco hacia atrás la cabeza, apretaba ambos labios proyectándolos hacia delante recordando en cierta forma los bordes del culo de un pollo o gallina al momento de hacer sus deposiciones.

  Leo siempre fue desenfadado, arriesgado e irreverente por naturaleza obligando no pocas veces a su madre llamarle la atención, reconvenido en su comportamiento, y atendiendo a razones que no entendí en aquellos años adolescentes me bautizó con el negro y alado nombre de “El Cuervo”, un corvino apelativo que suele utilizarse para quienes traicionan la confianza depositada en ellos. Esto lo supe más tarde aunque sospecho que esta no fue la motivación que determinó su rapto bautismal. Aun la ignoro.

El influjo más perdurable de Leo sobre ese articulista y los muchachos del barrio fue el temprano despertar y preferencia por la música rock de los Estados Unidos que a diario él escuchaba por emisoras de Santo Domingo, que transmitían las últimas novedades y el hit parade semanal. Elvis Presley, Pat Boone, Los Everly Brother’s, Paul Anka, Bill Halley, The Platters, Fats Domino, The Diamonds y todos los demás constituían el non plus ultra de la modernidad en la época, y de esta predilección siempre estaré más que complacido.

Durante mis estudios intermedios y secundarios tuve condiscípulos, o no, que se distinguieron por su sobresaliente rendimiento académico siendo premiados con medallas al mérito, inclusión en cuadros de honor y reconocidos en el mundo estudiantil –público o privado– en los años terminales de la tiranía Trujillista. Mencionaré entre otros a Pedro José Borrell, Belarminio Morel, Eulogio Santaella, Mario Peralta, Federico Villamil, Orlando Franco B. y José Ramón Bonilla.

En sus años de bachillerato (1954-1957) Pérez Minaya fue un brillante meteoro que atravesó como un bólido fulgurante el firmamento del Liceo Ulises Francisco Espaillat –UFE–, y su casa durante ese cuatrienio fue el albergue pasajero de sus compañeros de pupitre que buscaban solución a las incomprensibles ecuaciones, teoremas y problemas planteados por el álgebra, la física, la química, la geometría, la trigonometría y otras asignaturas del pensum. Hasta los estelares Sergio Bisonó y Salvador Jorge asistían.

Maximito Lovatón, Los Mainardi, Los Álvarez, Hugo Sánchez, el flaco valle, Molinita, César Mena y muchos más procuraban a Leo con fines de esclarecimientos e interpretaciones, siendo tan fuerte el vínculo  fraguado entre los miembros de esa promoción que en la actualidad, con intermitencias, y sesenta años después de su investidura secundaria se reúnan los sobrevivientes como demostración de una camaradería resistente al paso del tiempo. La generalidad han sido valiosos profesionales.

Su hermano Sócrates Ramón y su primo Luis Rafael –a quien para mí consumo personal llamaba Luis Berlín por lo mucho que hablaba durante la crisis política de esta ciudad en los años 50– también intervenían en esas sesiones de aclaraciones y explicaciones, ya que estaban en el mismo curso. En el presente estas juntaderas de aspirantes a bachilleres en busca de ilustración son inexistentes, al estar la gran mayoría secuestrados por la lectura de los tuits, las redes sociales, la drogadicción, la violencia y los hechos delicuenciales.

Sin haber estudiado cine Leovigildo se permitía enviar a la redacción del periódico “La Información” de Santiago la crónica de las películas que se estrenaban los fines de semana en los dos grandes cines de la ciudad, el Colón y el Apolo. Para ello leía previamente los comentarios que el cubano Guillermo Cabrera Infante –CAIN– publicaba en la revista “Carteles” cuando esos films habían sido, con semanas de anticipación, ofrecidos en las numerosas salas de cine existentes en La Habana.

Recuerdo una vez que embutido dentro de un traje color verde botella –ignoro si donado por la Cervecería con fines de promoción o por escogencia personal– Leo desfiló junto a otros vecinos por el espacio peatonal de la avenida dando la impresión de ser un nativo de la Sierra o un jíbaro acabado de llegar a la ciudad. No olvido tampoco la recepción vía correo de una boleta de entrada al Yankee Stadium y la contraseña de un burlesco –ahí supe el significado de esa palabra– que nos remitió desde New York al llegar por vez primera a esta urbe a finales de los 50.

Pérez Minaya introdujo –al menos en Los Laureles– los numerosos juegos que los adolescentes hacíamos con las postalitas de peloteros de Grandes Ligas que acompañadas de una goma de mascar se compraban en colmados y paleteros, y no vaya nadie a sorprenderse si les comunico que este ingeniero ya septuagenario conserva todavía con celo, orden y en cajas, réplicas de las mismas las cuales tuve la oportunidad de mirar en un encuentro barrial celebrando hace pocos años en su residencia de esta capital.

No obstante ser la pelota su pasatiempo deportivo favorito, debo indicar que nunca le vi practicarla pero sí el baloncesto junto a Víctor Hugo Cortina, Vinicio Hued y otros vecinos en la cancha asfaltada del Partido Dominicano en Santiago. Al ser un fanático del Licey aun es posible observarle en los palcos bajos de este team en el estadio Quisqueya en compañía de una botella de whisky, un vaso con hielo y una ansiedad infrecuente a su edad.

Un testimonio que refuerza la singularidad y excentricidad de este viejo amigo es el haberle regalado a su esposa como aniversario de bodas o cumpleaños una estrella del cielo. Así como suena, pues parece que la NASA u otra institución espacial tienen cartografiado el firmamento y no todas las estrellas identificadas tienen un nombre. Previo pago y agotando un procedimiento al respecto, es posible designar con el nombre de una persona un cuerpo estelar todavía anónimo. Leo logró esto.

Como se habrán dado cuenta los posibles lectores de este trabajo, en el mismo no mencionamos los títulos, cargos desempeñados, trayectoria o participación política de este destacado dominicano, información curricular encontrada con facilidad en Wikipedia, la enciclopedia libre. Mi propósito al reseñarle, al igual que su tío político Burrulote, fue más bien ratificarle mi antigua y persistente admiración así como rescatar eventos y acontecimientos de su rocambolesco pasado que el olvido intenta arrebatarnos. Este artículo ha sido todo un ejercicio evocativo.