Recuerdo aquel tiempo en que la sal valía su peso en oro, tiempo en el cual un herrero y un soldado pesadamente tenían el mismo valor comunitario. También es digna de recuerdo la recurrencia literaria a los estereotipos.
Durante toda la literatura se ha recurrido a ciertas formas de catarsis (que más recuerdan al Ero-Guro) que enmarcan al personaje a odiar en sus tonos más generales (prototipo o estereotipo) para lograr que el groso de la sociedad lectora pueda empatizar.
El caso del viejo Tomeo que logra que seamos la sardina y que nos odiemos al decapitar a un pez muerto. Personajes prototipos como el monje de “El Nombre de la Rosa” (1980), o los revolucionarios mexicanos de Rius (Mis Supermachos, 1990) o como los burócratas de Saramago, dignos del odio de su creador y dignos de nuestro odio.
Tomemos por móvil la burocracia: burocracia para Quino (uno de los genios argentinos) es, entre otras cosas, una pequeña tortuga; para Kafka un misterio absurdo; para Paz (delicioso diplomático) una gran arma mal encaminada; para Saramago, para Sabina y para Cortazar (otro argentino universal) es la misma cosa vomitiva. Pero en todos estos nombres se acumula una sociedad que produjo las respectivas opiniones sobre la burocracia.
Sin duda la literatura joven revolucionaría al dejar de cantarle a los prototipos ajenos, tomando los hitos propios para arañar por una respuesta general (mundial) empática. Y hasta puede que en algún punto lo estén haciendo pero eso no les merece la atención para darle, como se diría, “apoyo”
Si la Pizarnik (gran poeta, prolija) cuestiona o ensalza la burocracia es valido y lógico pero si lo hiciera nuestro dolido Zacarías (cuyas jitanjáforas no fueron reconocidas oficialmente) tendríamos el dolor de preguntarnos “¿pero cual burocracia?”. Y es que nuestra dolida estructura institucional imita pero poco comprende el significado y la labor de los burócratas (al menos como la pinta la literatura) o del prototipo del burócrata. De hecho, vecinos nuestros (compueblanos del señor Fuentes) mantienen leyes sobre los burócratas gubernamentales y limitan su poder no vaya a ser que les pase como en “El Castillo” (1926).
Ahora bien, si al excelso Mieses Burgos le diera por dejar de ahogar la luna (Torre de Voces, 1929-1936) y por tomársela en contra de los asalariados oficiales lo hubieran matado pero sociológicamente tendría razones de más, al igual que hoy en día y su animadversión sería tan valida y tan universal que el estereotipo aun nos estuviera mordiendo “un viejo silencio de corazón de piedra”.
Sin duda la literatura joven revolucionaría al dejar de cantarle a los prototipos ajenos, tomando los hitos propios para arañar por una respuesta general (mundial) empática. Y hasta puede que en algún punto lo estén haciendo pero eso no les merece la atención para darle, como se diría, “apoyo”.
Citando al gran Profesor Hubert J. Farnsworth “un hombre puede soñar, ¡un hombre puede soñar!”