Leí hace unas semanas la noticia de que unas empresas privadas, no recuerdo si gringas o dominicanas, o de ambas nacionalidades, van a construir  unos complejos residenciales en Punta Cana, de esos de apaga y vámonos, para atraer ancianos y ancianas de allí, de los países, para que vengan a vivir de manera permanente o a residir unas buenas temporadas, disfrutando lo mucho  que puede ofrecerles nuestra hermosa isla, un clima cálido y suave todo el año, sol a raudales y sin pagar impuestos por ello -todavía-, paisajes sorprendentes, playas inigualables, piscinas impresionantes, campos de golf y de tenis espectaculares, la calidez del servicio de nuestra gente, una medicina privada avanzada… en fin, suponemos que también disfrutarán de apartamentos o residencias de primera, con rampas para impedidos, sillas con motorcitos eléctricos, con aire acondicionado, cuidados médicos permanente, y todas las comodidades habidas y por haber.

Eso está muy bien porque promete ser un negocio lucrativo y una sana captación de las principales divisas, que tanta falta nos hacen. Pero esperemos que tan importante noticia no la hayan leído los viejitos de por aquí, de esta curiosísima República Dominicana, porque es posible que se mueran mucho más rápido, no por infartos o insuficiencias renales, sino por la maldita envidia que les va a causar el saber como pueden vivir muchos ancianos de fuera.

Somos un país ingrato con la mayoría de nuestros conciudadanos pobres, y entre ellos y de manera muy especial, con los envejecidos que no han podido acumular recursos para con qué vivir sus últimos años, o que cobran pensiones tan miserables que no dan ni para las recetas de sus males. Si alguien lo duda, que se lo pregunten por ejemplo a los miles de cañeros, que después de haberse dejado la salud o la vida, machete en mano entre los surcos, siguen reclamando sus justas pensiones cotizadas durante años, y que al parecer lo seguirán haciendo, igualmente sin éxito, hasta que el último de ellos se vaya de este mundo tan desigual.

Y no solo los cañeros, uno puede ver multitud de ancianos en penosas condiciones de existencia, con misérrimas pensiones o ayudas, asilados en casa de algún familiar como estorbosos muebles antiguos, o pidiendo limosnas a parientes, amigos o por las calles, o recluidos en centros que mejor es no calificarlos. Los viejos son -somos- un colectivo molesto que ya no produce, y encima exige, y por lo tanto, no es interesante para un Estado que sólo piensa en cobrar, pero que se olvida con demasiada frecuencia de devolver. En los discursos presidenciales o de altos funcionarios siempre se habla de proyectos impresionantes a realizar, grandes centrales eléctricas, carreteras, puentes, edificios, pero casi nadie o nadie habla de mejorar de forma digna los que con la edad se han vuelto más vulnerables. Si también lo dudan, vean o lean el último discurso del 27 de febrero ¡Qué suerte tienen los viejos de los países, y que mala suerte los viejos de aquí.