Bruselas es una ciudad fría.

Sobre Bruselas se dan cita todas las nubes, todas las lluvias, todas las nieblas del mundo. Los bruselenses conocen ciento tres palabras para el frío y solo una para el calor, que  es golondrina que no hace verano.

Como para evitar el frío, se guarecen en bares abarrotados, llenos de humo de cigarrillo y de murmullos y beben cervezas negras como su cielo y como los cuervos que lo surcan. Y si logran por algún tiempo calentar sus huesos y sus pellejos, su alma es eternamente fría.

Como para evitar el frío, sus casas, altas y estrechas se apiñan unas contra otras, como los pingüinos en el Polo Sur. De sus chimeneas  brotan columnas de humo oscuro, que corren hacia el cielo brumoso, lentamente, como sus ríos oscuros hacia el mar oscuro.

Bruselas es una ciudad sangrienta.

Sus casas se apiñan – inútilmente – como pingüinos, pero no son ni negras ni blancas, son rojas, tienen ese rojo oscuro propio de los ladrillos viejos y de la sangre seca.

En Bruselas, el viento lleva a los oídos de los transeúntes el tentador susurro de la muerte. Muchos no resisten y se lanzan a las ruedas de los tranvías que la recorren por su piel, como arañas siguiendo el tejido de cables eléctricos que la cubren, o a las ruedas de los metros que taladran sus entrañas como lombrices de tierra. Y si ante cada suicida las ruedas de unos y otros lanzan graznidos y chispas y sus timbres suenan con frenesí como para mostrar su espanto ante una nueva muerte, no hay que hacerles caso: sus lamentos son tan hipócritas como el de las lloradoras que contratamos en nuestros  velorios por encargo.

Bruselas es una ciudad lúgubre.

La lluvia eterna ha hecho que crezca el musgo entre los adoquines brillosos de las calles, sobre los troncos rugosos de los robles y sobre las tejas – tan rojas como sus ladrillos – de sus espantosas casas.

Las casas de Bruselas tienen ese aspecto gótico y espeluznante de las casas de las brujas o de los vampiros. A quien se pasee por Bruselas no le será difícil imaginar tras cada ventana de retorcidas nervaduras, tras cada bow-window, tras cada puerta art nouveau, una familia de vampiros que duerme apaciblemente al calor mullido del terciopelo de sus catafalcos esperando que la poca luz que alumbra el día acabe de extinguirse para salir a las calles desiertas a chuparse algún raro transeúnte que, desafiando el frío y la llovizna, chupe de sus dedos la mayonesa de sus papas fritas.

En esta ciudad, fría, sangrienta y lúgubre vivo. Y en ella moriré.