El último libro del destacado y prolífico historiador dominicano Frank Moya Pons  sobre el espinoso problema de la deuda pública dominicana y su historia, viene a llenar, en su discurrir pedagógico y  con su ingente documentación, un vacío en la  historia económica de la Republica Dominicana. Sus explicaciones son tanto más relevantes de difundir cuanto que la historia dominicana, en gran parte, se resume a las graves implicaciones políticas de sus desórdenes monetarios y su sempiterna deuda.

La República nació en 1844 con un legado haitiano catastrófico en lo que concierne el dinero disponible: en las oficinas del ‘’tesoro’’, los patriotas hallaron la mísera suma de 6,068 pesos fuertes (dólares). La bisoña república despegó su aventura sin fondos propios, con una economía de explotación maderera y tabaquera, mermada por el costo de las invasiones haitianas y las movilizaciones de los productores para enfrentarlas.  Los gobernantes, desesperados, recurrieron a dos opciones dramáticas que se prolongarían durante decenios: emisiones monetarias cuantiosas sin respaldo en el rústico sector productivo, y empréstitos onerosos, cuyas consecuencias macroeconómicas no se hicieron esperar. Dos años después de la independencia el peso dominicano sufre una devaluación de 90%. Nos dice Moya Pons  ’’los préstamos tomados por el gobierno y las emisiones de papel moneda se convirtieron en una práctica común que mantuvo el comercio continuamente en crisis y causó varias quiebras de la Hacienda. ’’  En 1857 se habían efectuado ya 26 emisiones monetarias y como toda desgracia no llega sola, Buenaventura Báez lanzó pesos a granel (18 millones de billetes), lesivos para los campesinos cibaeños  cuyas cosechas eran vendidas al paso de los días,  a cambio de un billete en proceso inexorable de desvalorización.

Después de la Restauración (1865) se agrava la situación financiera. El dictador Báez realiza el empréstito Hartmont con un aventurero del mismo nombre, hipotecando los ingresos aduaneros. Desprestigia al estado dominicano, pues vienen los impagos y las moras, el lanzamiento masivo al mercado de bonos (por 757,700 dólares) con el banco de  Londres para pagarle a este personaje, sin que se vislumbre en el horizonte financiero una posibilidad de reembolso.

Cesan las emisiones pero prosigue el endeudamiento, con asociaciones nativas. Podríamos decir  al leer al distinguido historiador, que el endeudamiento, sus forzosas amortizaciones y los impagos, se transforman en un mal estructural de la economía dominicana, que pondría en jaque la soberanía nacional. El estado dirigido por una pléyade de caudillos se endeudaba  para cubrir los gastos corriente, y cumplir  con impagos, ya que no a desarrollar infraestructuras.

Pese a la eclosión de las exportaciones en los años 1880, y en particular de la industria azucarera, circulan otras monedas extranjeras (norteamericana, mexicana y española). El dictador Lilis endeuda aún más al país con 3 millones y medio de dólares  a través  de lanzamiento de bonos, al 6 %, e hipotecando el 30 % de las rentas de la república. Deuda para pagar deuda, contraída muchas veces con particulares. Una frágil porción sirve para comprar armas y pertrechos para la guardia pretoriana del dictador. El país  va directo a estrellarse contra el muro. Detrás de las compañías prestigiosas como Westendorp estaban los especuladores, cuyos apetitos de cobro no eran solamente el dinero sino la codiciada bahía de Semana. Desde 1890, pese a la construcción de un ferrocarril y otras infraestructuras, la situación se ensombrece. El dictador toma una insólita decisión, cede la soberanía financiera al  Credit Mobilier francés para regentar la política monetaria dominicana.

Por otra parte los inescrupulosos especuladores se asociaron la la Improvement Company en 1893. Eugenio de Marchena, funcionario bancario denunciaría los empréstitos descomedidos de  Lilis, después de haber sido derrotado en elecciones presidenciales mediante el fraude. Lilis  lo fusilaría sin contemplación. Dominicana perdería parte de su soberanía pues la Improvement se apoderaría de las aduanas y del denominado banco nacional.

El siglo veinte comienza bajo oscuros augurios, los males estructurales de las finanzas dominicana se consolidan  pero entra en el escenario de negociaciones el estado norteamericano. Imponen la convención Dominico-Americana en 1907, antifaz jurídico de un protectorado, en el que se cede a la gran potencia la administración financiera del país.  Las autoridades norteamericanas obligaron a aceptar a los acreedores la reducción de hasta  un 50% de sus deudas,  hicieron de la aduanas un ente institucional eficiente, pero los dominicanos apenas tenían voz. Los cheques eran firmados por el representante americano en el país. Los desórdenes provocados por el asesinato de Mon Cáceres, la negativa del Congreso a ver pateada el derecho a la autodeterminación desde el punto de vista financiero, desembocaron en la dramática intervención militar americana 1916. Moya Pons subraya enfáticamente el papel siniestro desempeñado por los tenedores de bonos a todo lo largo del proceso que arrastrara el país a un denigrante protectorado. Ulteriormente Trujillo, entregado el país a sus dueños naturales, consolidaría un sistema financiero nacional, para servirse de sus fondos.

Es de valorar la escritura de Moya Pons, diáfana, con informaciones concisas, la cual permite que  la explicación histórica fluya y contenga un alto valor agregado pedagógico.

El libro posee ochenta densas páginas, acompañadas de ilustraciones de monedas y billetes, abarcando un periodo que va de la dominación haitiana (moneda con el busto de Boyer) hasta bien entrado el siglo veinte. Quien desee conocer cómo se fraguó el sempiterno subdesarrollo dominicano,  debe leer esta pequeña joya de la historia económica dominicana, publicada en  una edición lustrosa de la Academia Dominicana de Historia.