Era crónica esperada la votación en contra de Dilma Roussef en la Cámara de Diputados, después de la defección de los dos principales partidos aliados al gobierno, principalmente el que encabeza el Vicepresidente Michel Temer y al cual también pertenece Eduardo Cunha, presidente de la Cámara Baja, quien fue el principal organizador dela resolución congresual contra la mandataria. Sobre ambos, principalmente este último, pesan serios cargos de soborno vinculados al escándalo de PETROBRAS.    Es de señalar que más de una quinta parte de los integrantes de dicha Cámara tienen asuntos pendientes con la justicia, incluyendo algunos pertenecientes al partido de gobierno.

El expediente pasa ahora al Senado, donde una comisión decidirá si existen razones válidas para someter a la presidenta a un juicio político, en cuyo caso esta tendría que abandonar el cargo por un término de seis meses, tiempo en el cual en asamblea conjunta de ambas cámaras y por mayoría simple, pudiera ser destituida.

Lo que está ocurriendo en Brasil ahora mismo no puede analizarse con una óptica simplista, incluyendo el clásico y manoseado argumento de “la conspiración urdida en Washington”, sin que esto implique que en la Casa Blanca y el Departamento de Estado no vean con buenos ojos el acceso al poder de un gobierno más cercano a sus intereses.

Son varios los factores negativos que han debido coincidir para llegar a la presente situación.  Resumiéndolos:

La crisis económica que ha llevado al gigante suramericano de un elevado y sostenido crecimiento bajo el gobierno de Lula da Silva, que convirtió el país en una de las cinco grandes economías emergentes del mundo,  al extremo contrario de una aguda contracción. Esta circunstancia, que varios economistas atribuyen en gran medida a la contracción de la economía china y la significativa reducción de sus compras en Suramérica,  unida a otros factores adversos que no ha podido solucionar la Rouseff,  han afectado los programas sociales que impulsó aquel, provocado una alta tasa de desempleo y erosionado la calidad de vida de la mayor parte de la población.

Los escándalos de corrupción, que si bien no han salpicado directamente a la Presidenta y a Lula da Silva, ha llevado a  prisión a no pocas figuras vinculadas al gobierno y al Partido de los Trabajadores que preside este último, incluyendo la figura considerada de mayor confianza de este durante su mandato.

Los al parecer muy débiles lazos de comunicación y entendimiento entre Delma Rouseff y el Congreso, en particular con los partidos que ahora han abandonado la alianza con su gobierno.

El tardío e inútil esfuerzo de Lula da Silva para ir al rescate de quien ha sido su pupila y protegida, impedido de asumir la jefatura de gobierno por decisión judicial.

El desplome de la popularidad de la Presidenta Rouseff.  Pese a haber recibido 54 millones de votos en las elecciones que le ganaron un segundo período, su actual tasa de respaldo apenas alcanza a un 10 por ciento, señal evidente del grave deterioro de su imagen.

La pertinaz oposición del sector más ultraconservador que resiente toda lesión a sus intereses y la reducción de sus exorbitantes privilegios, seguramente atemorizado por el anuncio del propio Lula de que se proponía presentarse nuevamente como candidato a la primera magistratura una vez finalizado el mandato actual.

La concurrencia de todos estos elementos, trillaron el camino por el cual han transitado los que la propia Rouseff califica de “traidores” y “golpistas”.

Oportuno señalar que la gestión de la Presidenta carioca no está gravada por actos de corrupción imputables a ella. El hecho de haber “maquillado” las cifras del presupuesto de un año para otro, práctica que pese a ser inconstitucional resulta de uso frecuente por parte de numerosos gobiernos, sirvió de excusa en su caso, un tanto forzada y traída por los pelos, para promover el movimiento en su contra que tiene como fin sacarla del poder.

Salvo un muy dudoso golpe de fortuna a su favor, el futuro político de la Presidenta luce muy sombrío y aparenta que culminará con su inevitable destitución.

Pero…¿será la salida de Dilma Rousseff del poder la solución a la actual situación que confronta Brasil?  Hay razones de más para creer que no será así.

¿Hasta qué punto podrá sostenerse en el tiempo la alianza entre los distintos grupos políticos que participan en el movimiento para remover de su cargo a la acosada mandataria y entre los cuales resulta poco creíble la existencia de un lazo de coherencia ideológica?

Por otro lado, quienes la sustituirían son figuras de no muy sólido ni amplio arraigo popular, sobre los que, por el contrario, gravitan fuertes sospechas e indicios de graves actos de corrupción.

No aparenta, además, que dispongan de un plan para enfrentar la aguda crisis económica de Brasil sin sacrificar gran parte de los programas sociales llevados a cabo bajo el gobierno de Lula da Silva y que permitieron a este, al término de su mandato, abandonar el poder con una muy elevada cuota de simpatía y respaldo.

De ser así, a la crisis económica, a la que se suma ahora la crisis política, se añadirían las turbulencias provocadas por la crisis social,  una muy explosiva mezcla de elementos adversos que no conforman la perspectiva de un futuro promisorio para la convulsionada nación carioca