Muy poco sabemos de la vida del pintor flamenco Hyeronymus Bosch, el Bosco, uno de los más enigmáticos creadores en la historia del arte; su obra transcurre entre 1450 y 1516 en un Flandes poblado de conflictos resultantes de las disputas imperiales por la hegemonía de sus territorios, por una parte, y a causa de la profunda transformación que el protestantismo luterano traería al pensamiento cristiano, por el otro. Desconocemos sus maestros y carecemos de una biografía ilustradora de tan misterioso personaje; de la historia del devoto creyente y del crítico clerical. Así, la enigmática existencia del Bosco podría escudriñarse en los detalles de su rostro tal como ha sugerido el estudioso de arte europeo Marcel Brion a partir del único retrato que nos ha quedado: el Dibujo del Recueil d’Arras.
En dicha imagen los trazos faciales revelan, entre arrugas y una desconcertante mirada, la figura de un hombre atormentado mitad alegre, vivo, y terrenal, y mitad la de un ser que ha conocido los demonios y palpado la angustia entregado al más profundo nihilismo. La boca, de finos labios cerrados apenas visibles, es una línea recta que dice poco o casi nada; como si el sujeto haya decidido callar a fin de contarlo todo con los ojos. La mirada es vibrante a pesar de originarse en una cara donde no hay espacio para más arrugas; está sin embargo fracturada, dividida entre el ojo derecho que nos ve con la firmeza desafiante del juez convencido, y el izquierdo claramente perdido detrás de una pupila vacía y desesperanzada.
A propósito del quinto centenario de la muerte de este genio el museo del Prado de Madrid, custodia de la mayor colección de obras del Bosco heredada de uno de sus más fieles admiradores, el monarca Felipe II, abre la más grande exposición de sus trabajos gracias a la colaboración de importantes pinacotecas de Lisboa, Paris, Nueva York, Viena y Venecia. La muestra se centra alrededor de cinco icónicas piezas: el excepcional “Tríptico de las Tentaciones de San Antonio”, “La Adoración de los Magos”, “La extracción de la Piedra de la locura”, “La Mesa de los Pecados Capitales” y por supuesto, el legendario “Jardín de las delicias”.
Tres imponentes tablas forman el “Jardín de las delicias”: la izquierda, una rara versión del Paraíso terrenal, la derecha, reveladora del Infierno en construcción, y la central donde el espacio que titula la pieza destaca los efímeros placeres terrenales, en particular la lujuria, los cuatro ríos del Paraíso y el árbol del bien y del mal. Los paneles están distribuidos en planos superpuestos gracias a la elevación de la línea del horizonte de forma que en la escena el pecado, como hilo común, aparece conectado a sus opuestos. El imaginario gráfico de esta obra no tiene precedentes en el arsenal pictórico gótico y renacentista temprano al cual se suponía perteneciese la mano del Bosco; en ella seres extraños y grotescos, humanoides monstruosos, bestias de imposible definición, plantas y vegetales deformes se rodean de ángeles negros encarnados en insectos que sobrevuelan grupos de hombres y mujeres desnudos entregados a un aparentemente insaciable intercambio erótico-corporal.
Nos encontramos ante una visionaria anticipación a la obra de Picasso o de Dalí, a un planteamiento pictórico único en aquel momento histórico en el cual se funden la brillantez y la genialidad a través de figuras inverosímiles y una renovada interpretación del misticismo cristiano. Si bien la iconografía religiosa medioeval y renacentista aportó importantes técnicas pictóricas que contribuyeron al retratismo y al paisajismo, ella no planteó cuestionamiento alguno sobre la imagen de Dios, los santos o el pecado, hecho patente en la obra del Bosco. Su trabajo arrastra un incuestionable carácter moralizante que incluso no está ajeno a la misoginia del pecado original, mas se encuentra pletórico de una espiritualidad desmitificadora en la que el Mal abandona la esfera celestial para presentarse en la vida cotidiana del hombre común. Un infierno que “Deja de ser aquellas grandes fauces de cartón de los misterios en la plaza llenas de figurantes cornudos y de vapores pestilenciales” para convertirse en uno “más sutil, que ya no se contenta con las cuevas subterráneas a las que la tradición le relegaba” ―como ha afirmado Brion― sentenciando de paso que con el Bosco “el infierno sale a plena luz, invade toda la creación, repta entre los hombres y se instala hasta en el Paraíso terrenal”.
Dentro de la escatología demoníaca literaria se destaca Dante Alighieri cuyo ingenio se manifiesta en La divina comedia cuando este asigna el círculo 7 del infierno a los violentos, el 8 a los fraudulentos, aduladores, corruptos, ladrones y falsos profetas, y el 9, el más profundo, a los traidores. Esta estratificación de lo pecaminoso está también sugerida en el ideario pictórico del Bosco, no sólo en “El jardín” sino también en “El carro de heno” otra de sus obras maestras. Así, en sus pinturas la severidad con que los pecadores son torturados va en directa relación con la gravedad de las faltas. Sin embargo, como contraste a aquella jerarquización del Mal, el Bosco introduce una propuesta más cercana a San Agustín; una suerte de arista moderna que insinúa la desconexión entre lo divino y la responsabilidad del pecador. Es decir, el hombre escoge pecar no por mandato, ya que el Mal no es obra de Dios, sino porque pecar es el resultado de nuestras acciones y no mera imposición divina.
Ese infierno hogar del Mal ―el destino mejor definido de los pecadores― según el Papa Ratzinger “existe, es eterno y no está vacío” y a través de la historia nunca se ha dudado de su naturaleza espeluznante. Desde los textos apócrifos que lo describían como un horno ardiente; desde el Satanás medioeval torturador de los pecadores en la hoguera; desde las fauces de Leviatán o Cerbero hasta las llamas sulfurosas que ahogan los lujuriosos, el artista sensible siempre se preocupó por lo diabólico. No por su carácter mitológico sino por su conexión con la espiritualidad y su cercanía a la naturaleza humana.
La complejidad metafórica de la obra del Bosco y su particular originalidad quedan patentes al comparar sus trazos con las propuestas pictóricas de sus coetáneos, incluyendo Da Vinci. Aún más, sus pinturas son un fiel muestrario del carácter sensible y astuto de su creador quien inspirado en el imaginario popular de la época, lanza una visión netamente humanista del existir revestida de reproche, ciertamente, pero a la vez constituida en grito provocador.
El infierno en construcción de la tabla derecha del “Jardín de las delicias” es por sí mismo un esbozo sociológico de las relaciones de la época: clérigos, campesinos y letrados pecadores se acercan en y con sus acciones a la naturaleza para mostrar nuestras miserias; Lucifer es un deforme animal que deglute y defeca pecadores; el cielo aparece envuelto en unas apocalípticas llamas y la escena se puebla de instrumentos musicales reveladores del significado lujurioso que este género poseía en el medioevo. Se trata, pues, de un aquelarre terriblemente real y omnipresente cuyos habitantes son víctimas sedientas de un respiro de razón que no parecía arribar. Porque Europa, que recién “paría” un Nuevo Mundo aun no sospechaba hacia dónde le llevaría esa cosa llamada Renacimiento y cuánto tiempo le tomaría comprenderla.