“Para todo dictador americano la Constitución ha sido siempre un traje hecho a la medida. Ocurre que el señor dictador ha engordado; pues se convoca de dedo a los sastres jurídicos y se arregla la Constitución a voluntad del amo” (v. XXXIV, p. 375). Con estas dos oraciones inicia Bosch un artículo publicado en Información, el 24 de junio de 1944, con el título de Desventuras de una Constitución. Propicio el texto en el momento actual cuando desde la sombra de la corrupción se pretende modificar la Constitución para permitir la reelección de un conjunto de funcionarios que temen parar en la cárcel por sus fechorías de los últimos 7 años. Tampoco son un club de virtuososos los que se oponen, porque su objetivo es tomar el poder y replicar las acciones de la actual gestión, sea por vez primera, segunda ocasión o cuarto periodo. Los que quieren quitar el trozo de carne de las dentaduras del poder actual es para comérselo, no para compartirlo. Atrapados estamos en medio de esa jauría política. Y aunque el 30 de este mes se pongan de acuerdo en alabar la memoria de Juan Bosch en el 110 aniversario de su nacimiento, que a nadie le quepa la menor duda, no poseen ni un ápice del ADN ético y político de él.
El artículo mencionado aborda directamente a un dictador militar de Honduras: Tiburcio Carías Andino. Este sátrapa gobernó su país desde el 1 de febrero de 1933 hasta el 1 de enero de 1949. Cuando Bosch escribe su texto ya la dictadura de Carias tenía tintes casi monárquicos y en relación a adaptar la constitución a su conveniencia él señala: “Ninguno de nuestros menguados “beneméritos” ha tenido el coraje necesario para romper la monótona tradición (de reformar la Constitución a su medida e intereses). Carías Primero de Honduras no había de tenerlo, aunque, dado que es un dictador de escasa inteligencia, iba a remendar de extraña manera la Carta Fundamental de su país” (v. XXXIV, p. 375). El tema siempre es el mismo, permitir la reelección del gobernante de turno, una acción que siempre se repite debido a un grave defecto en la personalidad de presidentes y políticos que no toleran entregar el poder por una profunda falta de confianza en sí mismos. No existe caso en que el esfuerzo por cambiar las reglas de juego constitucionales por parte de un gobernante y sus seguidores más cercanos para permanecer en el control del Estado o de un movimiento político no responda a la naturaleza mediocre de los incumbentes debido a que se consideran anulados si salen de la parafernalia del poder.
Analizando Bosch el caso de Carías, y buen conocedor de la historia de Centroamérica, nos remite a un hecho que luce casi inventado, pero que fue real, en la Honduras de inicios de los años 20. El hecho tiene como centro a un presidente llamado Francisco Bertrand Barahona que había sido presidente constitucional de Honduras del 1915 al 1919 y se propuso cambiar la constitución, que prohibía la reelección, para permanecer en el poder, pero su intento generó una revolución en su contra. Les dejo con el relato para que lo disfruten.
“La Ley de leyes hondureñas consignó siempre que ningún gobernante podría reelegirse. El presidente Bertrand se sintió a disgusto por tal prohibición y decidió quitar de en medio el estorbo legal. Eso ocurrió hacia 1921. Servía entonces de camarero en el hotel “Balderach” de Tela, puerto atlántico, un cubano dicharachero, hombre de más de seis pies, que tenía a todas horas un chiste entre los labios. Este cubano, “hijo de canarios y nacido en Palma Soriano” como decía él mismo, se llamaba Manuel Darías. Cuando el presidente Bertrand empezó a mostrar la oreja reeleccionista, los clientes del “Balderach” oían a Manuel Darías decir, entre bisté y bisté servido, que él no estaba acostumbrado a que se violara la Constitución en un país donde él vivía, y que si Bertrand se ponía majadero iba a tener que verse la cara con él, con Manuel Darías. La gente reía la gracia del cubano mientras el prepotente gobernante hondureño lo organizaba todo, en la remota Tegucigalpa, para que le ampliaran a su gusto el traje constitucional. Se lo ampliaron; se dispararon los 21 cañonazos de rigor en la capital del país y el nuevo adefesio fue jurado por el gobierno en pleno. Cuando Manuel Darías lo supo le pidió cien “lempiras” —“lempira”, moneda nacional de Honduras, a 50 centavos de dólar cada uno— al dueño del hotel, se acordó con un sirio y un chino y salió de Tela. En las afueras de la población los tres extranjeros asaltaron a unos traficantes de tabaco, a quienes despojaron de las cabalgaduras y de unos cientos de “lempiras”; asaltaron después un puesto militar de cuatro o cinco miembros y se llevaron las armas. Una semana más tarde Darías tenía a su lado 25 hombres; 50 a poco, 200 a los quince días. Al mes le seguían más de 500 campesinos y a los dos meses tenía bajo su mando a cinco mil hondureños y se había proclamado “Jefe Supremo de la Revolución Reivindicadora”. Tras muchas peripecias y 27 fieros combates, Manuel Darías entró victorioso en Tegucigalpa y la antigua Constitución fue proclamada por un pueblo delirante de entusiasmo democrático” (v. XXXIV, pp. 375-376).
Este relato, verídico absolutamente, resulta más fantástico que las novelas de García Márquez o Vargas Llosa, y su redacción antecede a la manera en que Eduardo Galeano nos narró la historia latinoamericana en sus obras más destacadas: Las venas abiertas de América Latina y la trilogía Memoria del Fuego. Juan Bosch, y lo hemos visto en otros artículos, ausculta las intenciones más hondas de las acciones de gobernantes y políticos de nuestro continente, y allende el océano, por lo que los móviles de Carías, que gobernaría 5 años más después de su artículo, le eran evidentes a él: mantenerse en el poder a toda costa. Pero si el relato de la revolución del cubano Darías resultaba casi un guión de película de ficción, lo que hizo Carías para mantenerse en el gobierno no lo había hecho ningún gobernante latinoamericano hasta ese momento. “El Estatuto Nacional hondureño fue respetado desde entonces (desde la revolución de Darías) hasta 1936, año en que Carías resolvió remendarlo a su gusto, sólo que, por medios insólitos, que jamás habían sido utilizados en América. El hecho ocurrió de la siguiente manera: el Congreso se declaró disuelto y pasó de inmediato a declararse, motu propio, Asamblea Constituyente. Su único trabajo como tal fue agregar a la Carta Fundamental una transitoria por la cual el mandato de Tiburcio Carías quedaba prolongado hasta 1943. El artículo que prohibía la reelección -no se desmaye ningún jurista- seguía vigente” (v. XXXIV, p. 376). Semejante disparate está a punto de ocurrir en nuestro país, por lo que nos colocaría políticamente a la altura de la Honduras del 1936, posición muy atrasada y triste para nuestro pueblo que tanta sangre ha derramado por la democracia. Razón tiene el historiador Adriano Miguel Tejada cuando afirma que: La "destrujillización" es la gran tarea inconclusa de la sociedad dominicana.
Erradicar la herencia trujillista pasa por establecer de manera firme la no reelección presidencial y limitar la permanencia de congresistas, alcaldes y ediles a no más de dos periodos consecutivos, establecer una firme separación entre los poderes del Estado y una rigurosa supervisión del uso de los recursos públicos. Aunque el vocero de la Iglesia Católica Dominicana ha suspendido sus valoraciones sobre el curso del presente gobierno hacia una dictadura, no deja de ser una verdad contundente, que si Bosch estuviera vivo sería el primero en afirmarlo, si a sus textos sobre ese tema nos atenemos.
Todo intento de gobernante alguno en perpetuarse en el poder, fuera en 1936 o 2019, debe tomar en cuenta que puede toparse con un Darías cualquiera, aunque a veces -justo es reconocerlo- no siempre aparecen cuando se les necesita. “Ningún Manuel Darías quedaba en Honduras (en 1943). Los que hubieran podido enarbolar la bandera de la Constitución para encabezar la rebeldía nacional contra el déspota estaban muertos, encarcelados o desterrados. El general presidente podía estar tranquilo. Pero Tiburcio Carías Andino olvidaba todavía que los pueblos están formados por hombres, y la criatura humana no es siempre dócil” (v. XXXIV, p. 377). La docilidad dominicana fue puesta a prueba con el golpe de Estado contra Bosch y un año y siete meses después la furia guardada salió a las calles y derrotó a los golpistas, y para permanecer en el poder tuvieron que pedir la ayuda de las tropas de Estados Unidos, tirando por el suelo la soberanía nacional, semejante a lo que hizo Santana por motivos semejantes. ¡Que la ambición del poder de unos cuantos no ponga a prueba la rebeldía del pueblo dominicano!