Una de las expresiones más vulgares del marxismo fue presentar a Marx como el origen y padre del pensamiento racional. Todo lo anterior a él era “idealismo”, según muchos folletos leídos por jóvenes con más corazón que cabeza. En el otoño del 1992 tomé un curso de postgrado en Loyola University of Chicago sobre Marx, y aunque el método era analítico, abrió mi capacidad de análisis sobre sus textos como no lo hicieron mis esfuerzos de estudio durante la década de los 80. Larraín lo ubica en su contexto. “El pensamiento de Marx (1818-1883) ciertamente puede ser ubicado dentro de la tradición de la Ilustración, pero es también un intento de sobrepasar sus limitaciones. Las dos principales líneas de pensamiento desarrolladas a partir del siglo XVII que conducen a Marx –la filosofía de la conciencia alemana y el materialismo anglo-francés basado en la nueva racionalidad científica– tuvieron un origen común en la idea moderna de que el ser humano y su razón son la medida de todas las cosas y que los objetos no deben dominar al sujeto” (Vol. I, p. 33). Ni Marx se agota en la clasificación de ser un hegeliano de izquierda -tampoco deja de serlo- ni podemos suponer la tontería que su pensar salió de la nada. Tuve la suerte de estudiar con una pléyade de jesuitas en el Seminario Santo Tomás de Aquino entre el 1979 y el 1982 que incluyeron a Marx, pero que también nos mostraron toda la riqueza de la tradición filosófica occidental hasta la segunda mitad del siglo XX. Emilio Brito sj supo guiar mi tesis de licenciatura, dejando de lado par de temas sobre Marx que deseaba, hacia la obra de Levinas, su crítica a Heidegger y su concreción latinoamericana en Dussel. Me ahorró años de despiste teórico.
Tanto la filosofía de la conciencia alemana, como el materialismo anglo-francés, “compartían una actitud crítica, la primera contra la epistemología tradicional; la segunda contra la religión y la metafísica. Estas dos corrientes reflejaban las preocupaciones e intereses de la burguesía emergente en su lucha contra la nobleza. Este fue el terreno histórico donde nació el concepto de ideología. La visión crítica que caracterizó el pensamiento burgués temprano fue crucial en la determinación del carácter del concepto de ideología” (Larraín, Vol. I, p. 33). El ascenso de la burguesía como clase dominante y gobernante en el mundo occidental atlántico a partir del siglo XVIII marcó el rumbo del pensamiento filosófico -incluido el de Marx- y todavía en el presente, con la mal llamada postmodernidad, sigue siendo el motor económico, social y político que fragua una cultura a escala planetaria donde la codicia y el consumo es su motor histórico. Los grandes bloques geográficos-culturales están integrándose bajo el paradigma burgués (Europa Oriental y Rusia, China, India, África y América Latina) y caminan a diversos ritmos a ser semejantes a la Europa Occidental, Estados Unidos-Canadá, Japón y Australia. Los únicos frenos actuales a este proceso es la capacidad del planeta para soportar la explotación del medio ambiente y lograr un equilibrio entre los avances tecnológicos y la oferta de puestos de trabajo. El desarrollo del Internet y todas sus aplicaciones ha acelerado la demanda de toda la población del globo terráqueo de tener un nivel de vida aproximado a la clase media baja europea o estadounidense.
La ideología burguesa -esa que analizó con tanta precisión Marx- prevalece, sin competencia, y un joven urbano de una familia clase media piensa y siente igual, no importa que viva en Los Ángeles, Teherán, Jerusalén, Santo Domingo, Tokio, Barcelona, Nairobi o Lima. El inglés es la lengua franca entre las nuevas generaciones, los hoteles funcionan mundialmente bajo los mismos criterios, los fast-food son anhelados y Amazon vende en todo el mundo. El futbol mueve las grandes multitudes y en YouTube vemos el planeta en todos sus rincones. Ideológicamente a todo el mundo le parece sensato que las empresas ganen dinero con el trabajo nuestro o que el emprendimiento sea la fórmula para no ser un asalariado y ganar dinero para vivir más cómodo.
Volviendo a Marx, quien nos ayudó a entender esta realidad, señala Larraín: “De la filosofía de la conciencia Marx toma la idea de un sujeto activo, pero este sujeto deja de ser espiritual y se hace históricamente concreto. La conciencia kantiana como tal y el “espíritu del pueblo” hegeliano son reemplazados por la clase histórica y su práctica. Del materialismo Marx toma la preocupación por la realidad material como el verdadero punto de partida de la ciencia y la crítica de la religión, pero esta realidad material es concebida como históricamente producida por los seres humanos y, por lo tanto, susceptible de ser cambiada por su práctica. Por un lado, el sujeto ya no es más la idea que produce la realidad; por el otro, Marx está interesado no solo en la aprehensión científica de la realidad tal como es, sino también en cambiarla por medio de la práctica revolucionaria” (Vol. I, pp. 33-34). El estado deplorable de las mayorías de trabajadores y desempleados europeos del siglo XIX motivó en Marx la necesidad de que debían organizarse sindical y políticamente para derrocar las burguesías gobernantes y establecer un régimen que tomando el poder del Estado colocara la plusvalía al servicio de las necesidades de los productores. No sería hasta el final de la Segunda Guerra Mundial que el nivel de vida de la mayoría de los europeos alcanzara un cierto grado de calidad de vida, pero dentro del orden capitalista. El experimento de la Unión Soviética degeneró en una dictadura que se quebró políticamente entre el 1989 y el 1991, para caminar hacia un régimen burgués y China en cambio, el otro coloso comunista, gestó una transformación económica que la llevado a ser vanguardia del desarrollo capitalista bajo el control del Partido Comunista Chino.
Al final Marx tenía razón en una cosa, los cambios ocurren mediante la transformación material de las formas de producción, y erró en suponer que los cambios políticos revolucionarios traerían prosperidad a las grandes masas. Muchos de los movimientos independentistas antimperialistas en Asia, África y América Latina adoptaron el marxismo más por el respaldo de las potencias socialistas que por la naturaleza misma de su proceso. Cuba y Vietnam son dos buenos ejemplos con dos conclusiones diferentes, mientras Cuba se ha encerrado en el modelo autoritario típico de la América Latina del siglo XX, Vietnam siguió el modelo chino con gran éxito económico. Recientemente Vargas Llosa afirmó con certeza -la sabiduría viene con los años- que la radicalización de Castro se debió en gran medida al golpe de Estado de la CIA contra Jacobo Árbenz en junio de 1954. En el caso de Juan Bosch, la invasión de los Estados Unidos el 28 de abril del 1965 para detener el retorno a la constitucionalidad y la democracia, lo llevó a explorar el marxismo con sus propios matices, al descubrir que la democracia no era viable por voluntad del pentagonismo imperante en Estados Unidos. Esa postura la modificó en los años 80 del siglo pasado al descubrir que era posible llegar al poder mediante elecciones a partir de la experiencia del 1978. El último libro de Mildred Guzmán brinda textos donde aparece esa opinión de Bosch en los órganos de dirección del PLD.