El peor castigo para Donald Trump es haber perdido las elecciones, y sobre todo haber perdido una contienda “fácil” contra “Sleepy Joe”, algo así como “Pepe el dormilón”, dos veces perdedor de la contienda por la presidencia de Estados Unidos.

No hay peor desgracia para Trump que perder, ni peor epíteto que “perdedor”.

Trump jamás admitirá públicamente que en realidad perdió de un contrincante “despreciable”, insistiendo en denunciar un supuesto fraude electoral, y, como es un consumado manipulador, logrará convencer a millones de sus fanáticos de que en realidad no perdió en buena lid porque le hicieron trampa.

Ya existe una campaña de sus seguidores autodenominada “Stop the Steal” (Paren el robo), retirada de Facebook “por propagar desinformación e incitar a la violencia”.

Trump sigue su labor de acentuar el antagonismo ideológico entre los estadounidenses, y profundizar la división con los aliados internacionales, todo en base a propagar mentiras, por eso no solo los académicos norteamericanos, sino también la prensa europea, lo considera “un peligro para la democracia”.

Precisamente por su capacidad de manipular a sus fanáticos, sobre todo a los hombres blancos sin formación universitaria, Trump el Perdedor sigue siendo un peligro para Estados Unidos y el mundo.

Con su ataque frontal al sistema electoral, espina dorsal de la democracia estadounidense, Trump seguirá haciendo daño sistémico a la Unión norteamericana por mucho tiempo, y más si no se persigue judicialmente para que responda por sus transgresiones, como sugiere el profesor de la universidad de Princeton, Jan-Werner Mueller, en su reciente artículo, Verdad y destrumpificación:

“Trump cometió un sinfín de transgresiones a las normas informales de la conducta presidencial, desde relativamente triviales (como los insultos en Twitter) hasta otra tan grave como ocultar su declaración de impuestos. Como han sostenido muchos juristas estadounidenses, sería conveniente instituir una comisión especial para estudiar las vulnerabilidades estructurales de la Presidencia; tal vez de sus conclusiones surja la necesidad de codificar formalmente una serie de normas informales (que van de la transparencia financiera a las relaciones con el Departamento de Justicia). No habría en esto nada de vengativo: después del Watergate, el Congreso aprobó una serie de importantes leyes sobre conducta ética, y ambos partidos en general las aceptaron.”

El buen funcionamiento de la democracia institucional requiere de una profunda reforma de las normas del ejercicio presidencial para minimizar su potencial para el continuado abuso de poder, como sugieren Bob Bauer y Jack Goldsmith en su libro, After Trump: Reconstructing the Presidency (“Después de Trump: la reconstrucción de la Presidencia”), proponiendo más de cincuenta reformas concretas al poder ejecutivo estadounidense, basadas en un análisis ponderado de los abusos de Trump.

Si bien no hay por qué devolverle su consigna de “tránquenla”, utilizada repetidas veces por Trump en sus manifestaciones partidarias contra Hillary Clinton, los estadounidenses no deben dejar pasar las transgresiones de Trump y su camarilla sin exponerlas por lo que son, y establecer salvaguardas institucionales para que no se repitan en el futuro.

Ya pronto Trump recibirá lo que él considera su mayor castigo: salir de la Casa Blanca como perdedor. Entonces, exponer las fechorías de Trump y sus acólitos no es para castigarlo, ni por venganza, sino porque la impunidad sería cómplice de la destrucción de las instituciones democráticas, sustento de la nación norteamericana.

Permitir la impunidad de Trump sería además un funesto precedente para repúblicas de menor trayectoria democrática que los Estados Unidos de América. No se deben pasar por alto los repetidos intentos de Trump de socavar el sistema electoral sin consecuencias, no se debe aplicar la política de borrón y cuenta nueva in USA, para el bien de todas las repúblicas democráticas del mundo.