A Gustavo Olivo Peña

Hace muchos años me encontraba en una cátedra de Economía en la facultad de Ciencias Económicas y Sociales de la Universidad Autónoma de Santo Domingo cuando un joven,  cuyo nombre lamentablemente no recuerdo, quien me había visto leyendo una novela de Balzac y que parece pensó que a mí me gustaba la literatura, me dijo que tenía un libro que podía interesarme, dicho lo cual extrajo  de un bulto un pequeño volumen que llevaba el nombre de El libro de Arena. Yo vi que era de la autoría de Jorge Luis Borges. El joven, una vez colocó el texto en mis manos, inició un discurso cuyo recuerdo de vez en cuando me visita. Expresó que lamentaba  que la mayoría de los estudiantes de la UASD que leían no le daban importancia a la literatura de Borges por considerarla no comprometida con los mejores intereses, que eran los “intereses del  pueblo”. También me habló de que  había estudiantes que no estaban leyendo a Mario Vargas Llosa desde que éste dejó de comulgar  con los métodos que implementaba la revolución cubana. Y señaló que muchos leían a Neruda y a García Márquez  no por la grandeza de sus creaciones  sino por su confeso credo comunista.

Finalizada la cátedra me retiré hacia un pequeño parque, me senté en uno de sus bancos y me dispuse a leer  El Libro de Arena. Me apasionaron tanto los relatos que no asistí a las demás clases que me correspondían ese día para seguir leyendo. Al día siguiente rechacé una invitación a comer que me hizo un amigo y preferí  quedarme en mi pensión de estudiante con la finalidad de concluir la lectura de aquel libro ejemplar.

A partir de aquella experiencia  me hice un asiduo lector de las obras de Borges y discutí con muchos de los que adversaban la literatura de éste, a los que intenté hacerles comprender que escribir bien como lo hacía Borges es la misión principal del escritor, no importa la posición ideológica que  asuma el creador. Recuerdo que un estudiante llegó tan lejos en el absurdo que me apuntó que no leía a Borges ni a ningún otro literato porque, según él, la literatura  es una cuestión de clase y el día que el comunismo se instalara “no habrá lugar para lloriqueos y sensiblerías literarias”.

El aparente indiferentismo político de Borges no indica que haya sido un cobarde o un servil ciudadano,  como muchos sectarios  han  señalado. Alicia Jurado, importante escrita  de Argentina, amiga  y admiradora de la obra y la personalidad de Borges, escribió una pequeña biografía de nuestro escritor cuando éste contaba algo más de sesenta años. Refiere ella que “antes de la presidencia de Perón, en 1946, y a raíz de Borges haber firmado un manifiesto democrático, la dictadura militar lo transfirió de su puesto de bibliotecario dándole el de inspector de pollos, gallinas y conejos de la feria. Como es natural, renunció, y con ese motivo el poeta Roberto Ledesma organizó un banquete en su honor, colmado por cuantos significaban algo en las letras del país. La revista “Sur” publicó las palabras con que Borges agradeció ese agasajo…”las dictaduras—dijo—“fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomenten la idiotez…”

Probablemente lo que alejó a Borges del accionar ideológico y político haya sido la conciencia de que el mundo es un laberinto ilusorio, como todas las categorías valorativas que han forjado los hombres en el tiempo. De Borges pueden decirse estas palabras que él dijo de Paul Valéry: “En un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden”.