Alguien lo ha dicho: en las tiranías, el pueblo teme a sus gobernantes y en las democracias, los gobernantes temen al pueblo. De este axioma pueden sacarse dos conclusiones importantes. En primer lugar, que pueden existir dictaduras elegidas en las urnas. En otras palabras, que no basta el que un gobierno se elija mediante el voto para ser democrático. Y, en segundo lugar, que infundir temor en los gobernantes es un deber cívico. En países como el nuestro, en los que la clase política es un obstáculo para el bien común, cualquier medio es legítimo para alcanzarlo. Y el pueblo solo puede lograrlo haciéndose temer.
Desde la de Lilís a la de Trujillo, desde la de Santana a la de Balaguer, la historia dominicana ha estado plagada de dictaduras. Sus efectos han sido catastróficos. Las víctimas de nuestros dictadores no son solo los opositores fusilados, achicharrados, ahogados, ahorcados, encarcelados, perseguidos, desaparecidos, deportados o exilados. Años después de sus muertes y las de sus asesinos, sigue habiendo víctimas: todos los dominicanos. Y las armas no son ya puñales ni fusiles ni sillas eléctricas, sino nuestros propios miedos.
No hay peor censura que la autocensura, impuesta por nuestro miedo. No hay peor dictadura que la que es fruto de nuestro condicionamiento. Nuestros dictadores nos enseñaron a temer a los gobernantes. Y nos enseñaron tan bien que la simple mención de cualquiera de los actuales infunde terror en nuestras almas y ello a pesar de que en su mayoría no son más que pusilánimes.
Este temor a los gobernantes se manifiesta en racionalizaciones inadmisibles: por ejemplo, que los métodos contestatarios son propios de países bárbaros, impensables en países democráticos y civilizados y que nada se logra con ellos. Esto es falso.
Las huelgas, por ejemplo, no son métodos tercermundistas propios de repúblicas bananeras o de sociedades salvajes. Los campeones mundiales de las huelgas no son ni africanos, ni asiáticos, ni americanos: son europeos. No es Burundi, ni Pakistán, ni siquiera Haití el campeón mundial de las huelgas. Este título se lo disputan países como Bélgica, Francia y Dinamarca. A pesar de que Dinamarca es la nación con mejor calidad de vida del mundo.
Francia es la cuna de los derechos humanos y es, sin embargo, un país de los más broncos. Los franceses no temen a sus políticos: A Marine Le Pen le han caído a huevazos. A Nicolás Sarkozy, entonces ministro de lo interior, le han aplastado un bizcocho en la cara. A Manuel Valls, entonces primer ministro, y a François Hollande, entonces presidente de Francia (recordémoslo: ¡Quinta potencia mundial!) lo cubrieron de harina de arriba abajo. Pero lo más importante es que el deporte nacional de los franceses son las huelgas y las manifestaciones. El movimiento de los chalecos amarillos, última manifestación de una larguísima serie, ha mostrado su eficacia: el presidente Macron ha tenido que hacer aumentar el salario mínimo para calmar a los franceses.
Existen también ejemplos criollos: las huelgas que hicieron salir huyendo a los Trujillo; el movimiento de los Apandillados, que con velitas aterrorizó a Leonel Fernández y lo achicharraron políticamente; la Marcha Verde, que obligó al gobierno a utilizar en su contra los organismos de inteligencia del estado. Es decir, estos métodos sí funcionan.
En cuanto a la Marcha Verde, esta ha perdido, lamentablemente, su capacidad de asustar. Es por eso por lo que los movimientos contestatarios deben reinventarse: de lo contrario, se convierten en rutinas que no espantan a nadie.
En consecuencia, deben surgir manifestaciones como el ataque fecal contra la Suprema Corte de Justicia. Es probable que quien se indigne ante esta afirmación no sepa que en Francia también las instituciones han sido atacadas con excremento. El Palacio Bourbon, sede de la Cámara de Diputados, por ejemplo. Pero no con funditas: Con un volteo rebosante. Con una tonelada de plasta de vaca (elección bastante cívica: es quizás el excremento menos fétido).
Los responsables irán seguramente a la cárcel, pero no por mucho tiempo, porque los gobernantes saben que su encarcelamiento se retornará contra ellos, ya que convertirán a sus responsables en víctimas o héroes. Además, se podrá encarcelar a algunos, pero no a cientos ni a miles. Por esto es necesario que estas manifestaciones se multipliquen. Ya lo dijo Thoreau – inspirador, entre otros, de Gandhi, que venció, recordémoslo, al Imperio Británico, el más grande imperio de la historia: “En una sociedad injusta, el lugar de los hombres justos es la cárcel”.
Podrá alegarse que este tipo de acciones van en contra de las leyes. Pero es legítimo desobedecer las leyes injustas. Porque su legalidad no es absoluta. Al igual que miles de sus seguidores, el propio Gandhi, fue encarcelado o golpeado en múltiples ocasiones por oponerse a una ley que obligaba a registrarse a los hindúes que habitaban en Sudáfrica. En lugar de acatarla, encabezó huelgas, negativas a registrarse o destrucción de los documentos de registro, obligando a las autoridades a llegar a un compromiso.
Pasa lo mismo con las instituciones que irrespetan a los dominicanos: es nuestro deber y nuestro derecho el irrespetarlas.
Las posibilidades son infinitas:soltar gatos en el Palacio Nacional, amontonar frente a la Procuraduría cientos de cartones de huevos, a ver si con ellos el procurador enfrenta a los corruptos, o varias arrobas de babosos molondrones frente a la Casa Nacional oficialista, o cientos de botellas frente a Cancillería…
Si los dominicanos se atreven, ya se verá quienes son los que temblarán.