Parece que la tormenta es inevitable. Pronto, en unos días, o, mejor dicho, después de dos meses, Jair Bolsonaro será el presidente de Brasil, abriendo la posibilidad de la concreción de todos los miedos. Nadie sabe como será su llegada al poder el día cero, ni las particularidades de la toma de la posesión ni el tipo de traje que exigirá el protocolo, pero el fondo de todo el espectáculo será, según parece, de un fondo negro, con el perdón de Steve Biko, por el uso del color negro en una metáfora para describir el fondo del devenir de lo infausto y malvado. En todo habrá tonos de nubes grises que traerán tormentas aciagas y malos augurios, de acuerdo con los más renombrados adivinos de nuestra izquierda de pronósticos fracasados.
Hubo en Europa tiempos iguales y los vaticinios de catástrofes se hicieron realidad. Doce años duró un imperio que iba a durar mil años, quedando truncos los sueños arquitectónicos de los delirios de grandeza, sustituidos por pesadillas de ciudades en ruinas y teniendo como testigos de todas las miserias campos de concentración llenos de residuos de la destrucción física de hombres que en el genio descriptivo del poeta fueron enterrados en fosas cavadas en el aire.
No es posible un régimen como el que se inició en Alemania el 30 de enero de 1933, ni son posibles sus consecuencias. Todo lo que pueda suceder se limitará a un espacio geográfico concreto y su expansión sólo puede concretarse en la medida que sirva de ejemplo para hacer caricaturas. También se puede propagar como cruzada religiosa opuesta a los valores definidos por la izquierda y que son última instancia la causa eficiente de su derrota.
Nada puede llegar ahora a las dimensiones destructivas del Tercer Reich, pero se repite la muerte paulatina de los valores liberales que según el historiador Eric Hobsbanwm implican el rechazó a las dictaduras, respeto al sistema constitucional con gobiernos electos, asambleas representativas que garanticen el imperio de la ley y la defensa del conjunto de derechos y libertades de los ciudadanos como la libertad de expresión, opinión y de reunión. Estos valores, dice el mismo historiador, debían imperar en el estado y en la sociedad, eran la razón del debate público, la educación, la ciencia y la perfección de la condición humana
Estos valores nunca han sido de izquierda, quizás de la izquierda francesas de 1789 o de los que crearon los documentos constitucionales de los Estados Unidos de América, que surgieron al margen de la opulencia que hoy los esgrime en forma de eslogan para decir que la única libertad aceptable es la libertad económica y que el mundo les pertenece a los pocos que son ricos sean personas o naciones. La izquierda del Manifiesto del Partido Comunista ni la leninista ni el pensamiento luminoso del camarada Mao han tenido la libertad de todos como meta.
Los que gestionan la libertad considerando la libertad del otro como fundamento de la propia y del conjunto, no truecan La libertad por la seguridad fascista. Tampoco se hacen esclavos de dogmas de grupos. Pero la democracia no promueve la sociedad de los libres, sino a los héroes con atributos que sólo los medios dan por validos o a los mesías con las virtudes de hablar de acuerdo el manual de las conspiraciones verosímiles. La democracia es el dominio de los que temen o los enojados cuando son muchos.
Los enojados han elegidos a Bolsonaro, para echar a una izquierda que ha renunciado a todos los principios para enriquecerse y vivir escuchando música de una trova enmohecida como único recuerdo de sus ideales truncos por una vida opulenta que no saben usar.
Los gobiernos de la izquierda, como parte de sus lógicas para la acumulación originaria de la nueva clase, han tenido la corrupción como parte de su cálculo objetivo, irradiándolas para distribuir las culpas como una enfermedad degenerativa, mortal y contagiosa que afecta todas las instituciones sociales. Así hablan del complot de la derecha, pero no todo es conspiración de la derecha, porque la izquierda abandonó los principios desde sus prólogos hasta sus epílogos. El poder conquistado los llevó a adoptar los peores vicios de sus enemigos y pocas de sus virtudes.
En economía se volvieron igual que sus adversarios adoptando medida de ajuste en nombre de una concepción marxista que se inspiraba en Milton Friedman, hablando de oportunidades en las tragedias de muchos, con la diferencia de que se abroga el derecho de cometer cualquier pecado a cuenta de la herencia de sus virtudes pasadas las que han pretendido hacernos pagar.
La izquierda se olvido de los grandes ideales, carente de consigna que uniera a los otros y a todos los hombres y mujeres castró los ideales que la gente consideraba propios y símbolo de la unidad nacional y social y de su identidad como miembro del conjunto al margen de las partes. La izquierda adoptó las consignas de grupos, olvidándose de la existencia del todo y ha reivindicado los derechos de las mujeres sólo al estilo feminista, de los gay y lesbianas y de los transexuales, reduciendo todo a consignas y omitiendo cualquier interés del conjunto de los humanos de los estados al margen del sexo y de los géneros. Desdeñando y ofendiendo cualquier creencia religiosa o el amor por la patria. Haciendo que gran parte de la población no se sienta representada en las ideas que la izquierda hoy asume ni en su internacionalismo que los excluye.
La izquierda y sus compañeros de viaje del presente, como las feministas y los LGTB, deben empezar a considerar que en el mundo hay humanos que tiene otros derechos y que sus ideas de como conformar en el mundo es distintas, que hay gentes que no está en los organismos internacionales que excretan sus convicciones de pertenencia al lugar donde nacen y amor a su tierra. Hay personas que creen en Dios e intentan llegar a él por medios de sus iglesias en las cuales no hay que creer, pero sí respetar, para que la gente sea inmune a personas como Bolsonaro, cuya honradez pública, hasta ahora, a la izquierda le puede servir de ejemplo.