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Terminado los temas del turismo, la oligarquía y la historia de Colombia, es menester volver a la literatura, a la que hay que regresar cuando en un país todo ha naufragado, como dijo Pedro Henríquez Ureña cuando invocaba la cultura como práctica social que salva a los pueblos. Lo leí en Historia de Colombia y sus oligarquías, de Antonio Caballero, donde cita, si no yerro, a un paisano suyo, Gómez Restrepo, quien dijo lo mismo para su país al copiar al pensador dominicano de la primera independencia literaria de Iberoamérica.
Aunque es bueno saber, antes de entrar en materia, lo siguiente: Colombia es el único caso en nuestra América donde el Partido Comunista apoyó las guerrillas desde su surgimiento con las FARC y se mantiene vigente en la arena política sin ser molestado por los gobiernos liberales o conservadores.
Colombia, al igual que los demás países de Iberoamérica, tuvo su mayor punto de inflexión vis à vis de la dependencia de los Estados Unidos en dos grandes momentos: cuando no pudo hacer nada, dada su debilidad institucional y la falta de conciencia política y de conciencia nacional de la élite dirigente, ante el desmembramiento de su provincia de Panamá, declarada país independiente por los Estados para controlar durante 99 años el canal homónimo y controlar así el comercio internacional y, luego, cuando en virtud de la doctrina de la seguridad nacional, aquel Estado verdadero le impuso a nuestro vecino latinoamericano el llamado Plan Colombia, con el pretexto de combatir el narcotráfico desde Colombia a los Estados Unidos, y cuyas consecuencias están ampliamente analizadas por el historiador Caballero.
Aunque no me cansaré de reiterar el apotegma de Américo Lugo de que la falta de conciencia política, de conciencia nacional, son las responsables de que en Iberoamérica no se hayan instaurado Estados nacionales verdaderos como los Estados Unidos, Inglaterra, Alemania o los países nórdicos europeos y, en cambio se hayan consolidado Estados clientelistas y patrimonialistas basados en la corrupción y la impunidad y que, si bien no son estados esclavistas como lo fueron Esparta, Grecia, Roma, España con sus grandes duques y el sur de los estados Unidos con su algodón, son oligarquías iberoamericanas donde solamente faltan los esclavos, pero que ahí están los pueblos explotados que juegan el papel de posición de los antiguos esclavos espartanos, griegos, romanos y sudistas y que tales pueblos, aunque son fuerza de trabajo asalariada, las clases que los gobiernan son oligarquías sin esclavitud, pero subordinadas a los Estados nacionales verdaderos que ocupaban hoy la posición de los que dirigieron en el siglo XIX el comercio triangular África-Europa-América.
Y para agravar la situación de estos Estados oligárquicos, clientelistas y patrimonialistas, se les suma la falta de conciencia de clase, según Bosch, y la falta de conciencia de ser sujeto, según el suscrito.
Usted podrá llamarles países iberoamericanos dependientes de las antiguas metrópolis esclavistas o países “subdesarrollados”, según el etnocentrismo europeo y norteamericano debido a la simple razón de que una amplia fracción de la clase trabajadora es asalariada, pero la inmensa mayoría de esos pueblos explotados usan la moneda y la mercancía como la usaban los estados esclavistas de Esparta, Atenas y Roma.
En los Estados iberoamericanos las clases que reemplazaron a las oligarquías esclavistas son hoy incuestionablemente dependientes de los Estados Unidos (como lo fueron en su día Esparta y Atenas del imperio persa) y de los Estados nacionales europeos que en el siglo XIX controlaron el comercio triangular África-Europa-Estados Unidos: es decir, juegan la posición de productoras-vendedoras de mercancía a los Estados nacionales verdaderos y compradoras de los artículos industriales, tecnológicos, alimentarios y culturales producidos por esos Estados nacionales y que estas oligarquías necesitan para su reproducción en el esquema de poder que las sostiene, siempre con la subordinación de la fracción burguesa y los pueblos explotados que gobierna.
Es en este contexto y en estas condiciones socio-políticas y económicas e ideológicas donde los escritores iberoamericanos produjeron sus textos literarios en los siglos XIX y XX durante la era de la primera independencia política y literaria de Iberoamérica, y continúan produciéndolos hoy en pleno siglo XXI.
En el siglo XIX tuvieron valor literario los textos que orientaron la política del sentido a la transformación del ritmo-lenguaje y las ideologías colonialistas hispánicas, eurocéntricas o estadounidenses y tales textos correspondieron a la referida primera independencia literaria de Iberoamérica inaugurada por Rubén Darío a escala poética y por los Seis ensayos en busca de nuestra expresión, de Pedro Henríquez Ureña, en el plano teórico, y por Bolívar a escala política.
Pero la segunda independencia política y literaria en la que nos encontramos en el siglo XXI, no es posible realizarla con las ideas políticas y literarias del siglo XIX y XX.
Este mundo nuevo político y literario del siglo XXI solamente podrá será construido si lo que fueron los siglos XIX y XX es transformado únicamente con los conceptos de la poética de Henri Meschonnic de sujeto y poema, de individuo y lo social, de ética y política, de Estado, poder y sus instancias, de discurso e ideologías, de ritmo traducción, de lenguaje e historia como una misma teoría y, además, con los conceptos que quedan hoy en pie de la lingüística científica que fundara Ferdinand de Saussure a partir de 1916 con la publicación de su libro Curso de lingüística general, en Ginebra, Suiza, y que se reducen a los cinco conceptos siguientes: 1) lo radicalmente arbitrario e histórico del signo lingüístico, 2) el sistema, 3) el valor, 4) el funcionamiento y 5) la lengua como pura forma, no sustancia. El resto es cháchara metafísica.
Este es el programa político y literario a seguir por parte de los políticos profesionales que crearán Estados nacionales verdaderos en Iberoamérica, los intelectuales que crearán un arte de pensar nuevo y los poetas y escritores que crearán con sus textos ritmos-sentidos nuevos para una cultura-sociedad que ha comenzado a formarse y que los pueblos de América Latina tienen por delante cuatro siglos y medio para ver su realización.
Los intelectuales y los escritores tienen una tarea enorme por delante. Tarea similar al portento de la Ilustración que creó un Estado nuevo, un concepto nuevo (el de individuo, inseparable del Estado burgués), una declaración universal de los derechos humanos que todavía no tiene aplicación planetaria.
Debemos explicarles con lujo de detalles a los países iberoamericanos por qué nuestras oligarquías no pudieron pasar a ser burguesas; hay que explicar hasta la saciedad las condiciones para que un sistema social, político, cultural y económico sea capitalista; hay que explicar lo que es un Estado clientelista y patrimonialista y cómo esta forma de Estado es inseparable de la corrupción, la impunidad y la violencia terrorista; hay que explicarle, porque es nuestro vecino más cercano, la razón por la cual los Estados Unidos devino en un imperio tan fuerte como lo fueron en su día Grecia, Esparta, Persia, Roma, España, Inglaterra, Francia; hay que explicar por qué las colonias inglesas de Norteamérica tenían ventajas en el comercio triangular África-Europa-América y cómo las oligarquías coloniales, hasta la guerra de Secesión, americanas fueron las beneficiarias, como intermediarias, entre los esclavos que producían y las burguesías europeas y cómo, a pesar de estas ventajas, las oligarquías del sur de los Estados Unidos e Iberoamérica no pudieron sostenerse en la era industrial (=los productos que producían eran más caros que los producidos por las máquinas). Y, aun así, todavía más, produciendo más caro que las máquinas, cómo lograron las oligarquías iberoamericanas sobrevivir hasta hoy, ser hegemónicas, subordinarse a la fracción burguesa y a las clases trabajadores y creer pueblos inmensos explotados brutalmente.
Y para la explicación taxativa de esta supervivencia de las oligarquías iberoamericanas deberá explicarse también que esos pueblos compuestos por millones de personas sumidas en la miseria (pequeños burgueses con o sin medios de producción, obreros, campesinos, intelectuales, escritores, feministas, marginados, desempleados crónicos, LGTBi, etc. etc.) sufrieron, desde la época colonial, una distorsión síquica y sicológica que les hundió en el anonadamiento, en la depresión extrema que pervirtieron los hábitos mentales que la población heredó de las oligarquías que se alzaron con el poder después de la primera independencia política hecha en contra de España. Hábitos mentales y sicológicos que hoy persisten en demasía, porque el poder oligárquico y sus intelectuales ancilares se han ocupado de inculcar a las clases subalternas a través de la escuela, la universidad, las iglesias, la radio la televisión, los periódicos, la literatura del signo y las artes populares, esas distorsiones. Verbigracia, una de ellas, para el Estado oligárquico dominicano es la siguiente: el trabajo es tarea de esclavos, no de hombres libres.
De ahí el éxito de un merengue oligárquico como “El negrito del batey”, con letras de Héctor J. Díaz e interpretaciones de Joseíto Mateo y Alberto Beltrán. Este merengue reproduce la ideología de la oligarquía realista española para la que el trabajo era un enemigo, ella se lo dejaba al esclavo hispanoamericano y a los pueblos explotados de España por las 54 familias ducales que dominaron a aquella nación peninsular desde el siglo XVI hasta el siglo XIX y, hoy, por un tour de force de Franco, han logrado sobrevivir como monarquía constitucional. (La última vicisitud de esa oligarquía ducal fue la muerte Cayetana de Alba). Así son las oligarquías: las de Esparta, Atenas, Persia, España, Iberoamérica, lograron sobrevivir allí donde no se produjo una Revolución francesa. Las reformas de Solón y Clístenes no lograron erradicar las oligarquías espartana y griega. Cuando Roma, como imperio, conquista todo el Ática y el mundo conocido de entonces, no abolió las oligarquías, sino que las puso a su servicio y ese dominio duró hasta que el imperio colapsó con Diocleciano, quien fue el precursor del servilismo medieval con su dictado del hombre-tierra.