En estos días llegó a mis manos el texto del filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría (1941-2010) Modernidad y blanquitud (México, Biblioteca Era, 2011). Desde la perspectiva de un pensamiento decolonial el texto es una radiografía sobre la modernidad desde estas tierras. Me ha interesado sobremanera el capítulo cuarto “imágenes de la blanquitud”. Este concepto permite entender muchas prácticas presentes en la cultura latinoamericana y que son efectos permanentes del colonialismo en el que nacimos y la hegemonía de un “sujeto universal” occidentalizado-americanizado que sutilmente permanece como el referente del hombre y la mujer civilizada.

Aunque no me parece suficiente rastrear genealógicamente el espíritu de la identidad moderno-capitalista al ethos protestante, siguiendo a Max Weber, el concepto blanquitud retrata muy bien lo que vive el otro de la historia, el colonizado, y que lo adopta como un deseo más propio sin saber que es producto de una voluntad subyugada. Este concepto permite entender cómo las identidades individuales están permeadas por las identidades nacionales propias a los estados-nación capitalistas modernos cuyas exigencias identitarias se decantan en un “tipo” de “hombre” ligado a un tipo de cultura y color.

Para Echeverría “la nacionalidad moderna, cualquiera que sea, incluso la de Estados de población no-blanca (o del “trópico”), requiere la “blanquitud” de sus miembros”; esto es, la adopción de patrones de conductas, valores, gestos, estética y ética de la gente “blanca” del noroeste europeo. La llamada “occidentalización del mundo” no es más que esta succión identitaria no-europeas a un modelo imaginado y construido desde diversos dispositivos. De este modo, las culturas autóctonas o tradicionales de los pueblos no-europeos son catalogadas como incivilizadas, anti-modernas o pre-modernas, salvajes sujetos a la barbarie más atroz.

Ser modernos era, de cierta manera, adoptar un “estilo de vida” que se expresaba en diversos “juegos de lenguaje” ligados todos al mismo grupo referencial:  la cultura civilizatoria blanca. En este sentido, la blanquitud es necesaria para aquellos que desean incrustarse en el plan civilizatorio de Occidente, pero que por condiciones sociales, geográficas, étnicas, políticas no pertenecen de forma natural al grupo hegemónico. Desde la óptica del oprimido, adoptar los modelos civilizatorios de la gente blanca era signo de modernidad, de progreso, de humanidad en vista a que este último concepto enarbolaba como contenido “humano” el ethos y el pathos de la racionalidad europea predominantemente blanca.

En el caso latinoamericano, no solo la blancura europea ha sido el baremo para medir los grados de civilización moderno-capitalista de los pueblos, sino también el “american way of life” es pieza importante en el imaginario cultural. La hegemonía económica y cultural, unido al proyecto injerencista de los “gringos” (“los americanos”) permea el concepto blanquitud. Si en términos civilizatorios queremos ser “europeos”, en términos económicos y prácticos queremos ser “norteamericanos”.

En el proyecto de una identidad nacional dominicana, construida desde el estado-nación casi-fracasado que hemos tenido, esta blanquitud ha tenido varios matices y momentos de mayor expresión, aunque siempre ha sido una constante y juega un papel preponderante en el imaginario colectivo nacional.

Buena parte del bienestar que exhibe la aristocracia dominicana de hoy se debe a los privilegios recibidos como parte de un plan civilizatorio de la “raza dominicana”. La migración blanca y culta es motivo de orgullo; la migración negra es el peligro constante. Uno y otro representan nuestra civilización y barbarie. Ambos adolecen de blanquitud civilizatoria en los términos en que la expresa Echeverría: “Podemos llamar blanquitud a la visibilidad de la identidad ética capitalista en tanto que está sobredeterminada por la blancura racial, pero por una blancura racial que se relativiza a sí misma al ejercer esa sobredeterminación”.

La élite criollizada exige una blanquitud civilizatoria para aquellos no privilegiados que sostienen su modo de vida, pero a su vez, anhelan y procuran ser parte del “american way of life” del que siempre son vistos como “extranjeros”, por lo que se “relativizan” en su sobredeterminación. Del otro lado, negros y mulatos gestionan civilizarse y mejorar en términos de “color”.

El problema de la blancura civilizatoria, señala Echeverría, es que es un racismo que, aunque tolerante en muchas cosas, “no deja de ser un racismo, y puede fácilmente, en situaciones de excepción readoptar un radicalismo o fundamentalismo étnico virulento”… y las excepciones están.