Con las notas de hoy, que es la parte 2A de este trabajo, deseo compartir, primero, una perspectiva no ajena a la ilusión, que forma parte de mi apreciación de Cuba, y segundo, una perspectiva no muy ilusa, que forma parte de mi apreciación de Estados Unidos.

He optado por fragmentar aún más las notas, porque son muy largas y le tengo pavor a volverme una de esas gentes que no acaban de hablar nunca. Solo espero que no se me haya pegado la copiosidad verbal de Fidel…

LA CUBA DEL ENSUEÑO- Desde niña, la mención de Cuba levantaba en mí todos los diques de la imaginación y me desencadenaba evocaciones de fragancias, colores, afectos y formas, de una tierra a la que conocía, sin haberla visitado, de alguna forma profunda y misteriosa,  extraída, supongo, de la música cubana que acompañó toda mi infancia, por cortesía de la vecina Justina, que solía pernoctar hasta bien entrada la madrugada, son sus sones, cumbias, danzones, boleros, a todo dar, mientras mi mamá se revolcaba de la furia en nuestra casa, por la bulla de al lado.

Luego, amé a Cuba, por la literatura que conocí siendo muy joven, de la mano de Carlos Fernández Rocha, catedrático universitario, cubano, de formación Jesuita y bajo cuya orientación, sus estudiantes, conocimos no solo a los escritores archifamosos de en esa época, como Guillén o Carpentier -quien a pesar del desdén que por su “afracesamiento” le dispensaban otros creadores, como Neruda, es el más portentoso, auténtico y barroco euro-caribeño de todos los escritores del Trópico- y sino a los menos conocidos entonces, como Reynaldo Arenas y otros, inclinados a una literatura mas experimental: Sarduy o Cabrera Infante, a los que algunos miraban con animadversión, por ser “gusanos”, aunque si eran gusanos, la calidad de sus obras, permite ubicarlos como gusanos de seda.

Cuba, a través de todos ellos, tocaba mi corazón y también mis sentidos, de forma alucinante y embriagadora y eso, que entonces no sabía nada de ese dios llamado Silvio. 

No he estado en ningún sitio, nunca, donde aflore la sensualidad y la sexualidad de una forma tan flagrante. Llegas al Aeropuerto de la Habana y de inmediato se te mete una urgencia impostergable de buscar todo lo que se te ha perdido entre el pantalón del marido, quien por cierto y a juzgar por la receptividad, parece estar bajo el mismo hechizo. Y no se trata solo del caso de nosotros; sino que es un fenómeno amplia y científicamente registrado, documentado y conocido.

Una vez, ví una película en la que un personaje cubano le dice a su mujer, una bailarina, que está preparándose para participar en una presentación en Brasil, algo así : “Ten cuidado con esos brasileños ¡coño! Los brasileños son iguales que nosotros, los cubanos, que nada más pensamos en templar” y lo de pensar en ‘templar’ es como una irreparable y maravillosa epidemia, que se le contagia a todo el que respira el aire cubano.

No se sabe si es la opulencia de la flora, o algo presente en la brisa marina, o si es la inspiración que se esparce desde  el malecón, que es el centro de la vida social nocturna habanera, y un territorio, donde la mayor parte de los presentes son parejas de enamorados, que se pasean con las manos muy amorosamente colocadas sobre las protuberancias anatómicas del compañero o compañera.

El malecón de La Habana no es un paraíso, ni siquiera su antesala. Es un collage de sed y abundancia. Es como el congreso de la desesperación y la alegría, con el más vario pinto desfile de ingenio, humor, sensualidad, verdades y mentiras que tiene que haber en el mundo. 

El malecón habanero, que no es más que un largo muro simple, (mucho menos elaborado que el malecón dominicano) de frágil -todo es frágil frente al mar- pero de mas o menos eficiente contención del Atlántico, cuyo atractivo es solo el mar azul, hermoso, profundo, enigmático, donde flotan con el mismo peso, las esperanzas, los desalientos, la alegría y el amor. Su frenético ritmo de ebullición humana no tiene equivalente ni el de la  Playa de Copacabana.

VIENDO A EU, ANTES DE VER A CUBA

Tengo casi 20 años viviendo en Estados Unidos, aunque también vivo en RD, porque la visito con mucha frecuencia y a veces mis estadías se prolongan por meses. 

Amo a Estados Unidos, casi tanto como detesto su gobierno, en particular, en lo relativo al carácter de las políticas económicas ( que en lo realmente trascendente no cambian nunca, al margen de quien gane las elecciones, aunque los gobiernos republicanos reducen las inversiones sociales y eso tiene repercusiones terribles en todo el continente y en el mundo) y en lo relativo a la agresiva, violenta y criminal política exterior, que es aplastante, indigna y transgresora de los mejores valores de un país en el que hay una gran tradición -casi siempre mas o menos sofocada- de generosidad, institucionalidad, persistencia y rebeldía creativa y potable.

No me molestan los gobiernos por sí mismos. Prefiero un gobierno fuerte, es decir, con funciones  de supervisión y regulación amplias, si es que alguna vez van a realizar con alguna eficiencia tales funciones. Los gobiernos presuntamente son necesarios como organismos de arbitraje para armonizar intereses contradictorios y preservar el bienestar colectivo.

Se sospecha que sin ellos, los conflictos se dirimirían no con leyes e instancias mediadoras, sino por la imposición de la fuerza bruta. El problema es cuando los gobiernos no protegen de la fuerza bruta -y de los intereses económicos de un grupito- sino que es la punta de lanza de la fuerza bruta y de esos intereses y obliga a las víctimas a mantener a ambos, al gobierno y a la fuerza bruta, con los intereses minoritarios incluidos.

Estados Unidos es un país increíblemente cómodo, para quienes no tienen la desgracia de estar en condiciones de pobreza o menesterosidad, porque entonces se vuelve una implacable trituradora humana.

Tampoco es un lecho de rosas para enormes sectores obreros y de clase media, en especial, afroamericanos e inmigrantes, que tienen que emplearse a fondo, en las estrategias de supervivencia, en una sociedad en la que, con todo y que dizque está medio quebrado, funciona maravillosamente el correo y las facturas llegan con una puntualidad alarmante.

La “comodidad” de Estados Unidos está reservada para sectores de clase media alta y para los ricos y consiste en la variedad, calidad y estabilidad de los servicios y en la apabullante heterogeneidad de los bienes y productos disponibles.

También los pobres tienen acceso por completo desproporcionado, a marejadas de comidas y productos, casi todos absolutamente innecesarios -frecuentemente absurdos y nocivos- de pésima calidad. El que se pone unos zapatos de Walmart puede hasta morirse y después de comer  tres veces en McDonald nadie vuelve a ser gente más nunca.

A gente como yo, le seduce, en particular, el lujo inconmensurable de tener gratis toda la soledad demando. Le tengo fobia al barullo y me siento a mis anchas, metida entre unas colinas en Pensilvania, donde, sin estar muy alejada, fácilmente pueden pasar tres o cuatro meses con el alivio de no ver más seres vivos, que los zorros de cola rojiza, ardillas, venados, marmotas, pavos salvajes y la más extraordinaria variedad de aves -rojas, azules, pardas, negras, blancas, amarillas…- y de insectos, de las mas caprichosas formas que sea posible imaginar. Algunas amables serpientes me han saludado, dejando en el patio su piel mudada, a modo de tarjeta de presentación.

Otro atractivo, que hace a Estados Unidos muy diferente a Cuba, es la sutilidad del gobierno gringo, al que nunca sientes respirando en tu pescuezo, aunque la NSA tenga intervenidos los teléfonos y se envíen agentes de la CIA o del FBI, a vigilar un comité de vecinos opuestos a la guerra, cuya acción más sospechosa fue comerse una bandeja de galletitas de chocolate con Coca Cola, según reportes de Michael Moore.

Cada una de las 18 millones de personas, que cada día va a comprar a Walmart se cree, en serio, que su decisión es muy individual y muy personal y que nadie lo está dirigiendo para ningún sitio.

También cree que su obesidad es el producto de su falta de disciplina y no imagina que fue decidida décadas atrás de que naciera, por circunstancias e intereses como los de un sector de la industria y por conveniencia del gobierno, que hicieron una pirámide alimenticia poniendo los cereales -superefinados y desprovistos de valor nutritivo- como sostén de la misma.

Una parte de la comodidad gringa sale de los recursos de Estados Unidos, que son muy amplios y variados; pero hay otra, que no creo que sea exactamente la más chiquita, que se suministra con lo que los gobiernos  norteamericanos van a buscar a otros lugares, con frecuencia, mediante procedimientos que no en todas las oportunidades son corteses y equitativos intercambios comerciales; sino tratados de libre comercio que desmantelan las producciones locales y guerras ,que por su prístina y cada vez más higiénica brutalidad, podrían dejar mudos de espanto a esos aprendices sin mucho talento, que se hacen -o se hacían- llamar Los Zetas, en México.

Tanto el uso de los recursos del propio territorio norteamericano, como los comprados o sustraídos de otros lugares, implican una explotación desbordada, irresponsable y desequilibrada de un planeta que es de todos, incluyendo de los que se mueren de hambre en Africa, o en Haití o hasta en República Dominicana.

La cuota aportada en nuestra era, por el gobierno de Estados Unidos -o más concretamente, por los sectores que deciden la política económica a implementarse en el mundo- a la depredación del planeta es la más cuantiosa y dramática que se haya registrado jamás, desde la hecatombe que acabó con los dinosaurios. 

Los países industrializados, con Estados Unidos a la cabeza y con la incorporación mas reciente de China, se están comiendo el planeta y lo que se considera -y es- uno de los grandes valores y virtudes del sistema, su reconocimiento a los derechos individuales -que yo aprecio en varias de sus expresiones- tiene un componente primordial de respeto y sacralización a la propiedad privada, que suele traducirse en privilegiar los intereses económicos de las grandes empresas, por encima -y de hecho, aplastando y desbaratando- el bien común, los derechos humanos y el medioambiente. 

Así, hay algunos lugares en Estados Unidos, en los que, para permitir que unas mega empresas extractoras de gas natural prosperen, se ha sacrificado el derecho a tomar agua potable de los desdichados habitantes de esas áreas.  A propósito ¿Nadie siente un poco como demasiado próxima esa historia?

Los conceptos de libertad, democracia y derechos en Estados Unidos están demasiado subordinados a la libertad, la democracia y los derechos que se le reconocen a los grandes capitales y a la naturaleza de una economía en la que la categoría social mas elevada no es la de ciudadano, sino la de consumidor. 

Incluso muchos de los derechos legítimos a mas no poder, conquistados por algunas “minorías” (Si se suman todas las minorías, triplicarían a todas las mayorías), como las de los homosexuales, no se corresponden tanto al reconocimiento de una comunidad con derechos humanos, civiles, políticos e individuales vulnerados, sino a la necesidad de congraciarse con un mercado con poder adquisitivo, que como clientela, resulta de lo más jugoso.

Estados Unidos es un país que vale la pena, aunque solo sea por sus maravillosos vinos, por sus bellos paisajes, por el jazz, su música sublime, por sus grandes artistas y escritores, por los magníficos luchadores y defensores de los derechos civiles -de quienes tanto podríamos aprender, si nos quitáramos las vendas por un par de minutos- por su voluntad de levantarse cuando ha dado traspiés, por su fuerza para repararse.

Sin embargo,  ha multiplicado en el mundo, el legado terrible de un patrón de comercio y consumo que es insostenible.

En la próxima entrega, que será la parte 2B de este segundo trabajo, hablaré de Cuba y el consumo y de Cuba en algunos contrastes con República Dominicana.