I

En 1940, Alain Le Bourdon se entregó a los nazis en la frontera con Bélgica. De nada hubiese servido enfrentarlos. Ellos disponían de tanques de guerra; él, de un simple caballo. Ellos tenían ametralladoras recién construidas; él, un viejo fusil del siglo anterior. Ellos querían dar muerte; él quería seguir dando vida. Aun en tiempos tan salvajes, la vieja Europa guardó algunos rastros de civilización: Alain Le Bourdon fue enviado a un campo de prisioneros de guerra en Alemania, desde donde enviaba cartas a Cécile Le Terrier, su mujer, a y los cuatro hijos que ya tenían. Aun los traidores son capaces de hacer el bien: el mariscal Pétain, presidente títere de Francia, consiguió que sus titiriteros liberaran a los oficiales franceses que tuviesen al menos cuatro hijos. Desde entonces, Cécile Le Terrier llamó “el de la Liberación” a su hijo Vincent, por ser el cuarto. Y llamaría “el de la celebración” a Philippe, su quinto, que nacería exactamente nueve meses después del día que regresó su marido. Madame Le Terrier, que se jactó siempre de nunca haber usado pantalones ni dicho “la palabra de Cambron” (¡M…..!,  dicen que gritó el mariscal cuando no pudo romper las líneas inglesas en Waterloo), Madame Le Terrier le daría aun otros cuatro muchachos. Y así, habiendo dado la vida a nueve muchachos, Alain Le Bourdon decidió morir de un infarto un mediodía, mientras dormitaba en una silla antes de volver a trabajar a la Bolsa de París.

II

De nada le sirvió a Carlos Borbón haber sido un hombre bueno. De haber vendido miles de yardas de tela y millones de chucherías sin haber engañado a ninguno de los clientes de los Almacenes de El Gallo. De haber criado a sus cuatro hijos con el magro salario que le pagaban sus dueños. De haber llevado una vida austera, permitiéndose apenas salir cuando había ceremonias en la Logia o regocijarse escuchando los partidos de los cardenales de San Luis en su radio de tubo mientras fumaba un Cremas sin filtro, liado en dulzón papel pectoral. De nada le sirvió haber sido un hombre prudente. De nunca haber hablado de política, de haber aconsejado a sus hijos de no hacerlo. De escuchar los programas de Radio Habana con el mismo radio aplastando sus orejas. De nada le sirvió: la Muerte le declaró jaque temprano. En los últimos días de su vida, la Muerte le turbó el entendimiento. Y no recordando ya que un cáncer le carcomía las entrañas, se pasó horas muertas acechando a través de las persianas el cepillo del SIM que nunca llegaría a buscarlo, porque la muerte andaba entonces muy atareada y no podía darse el lujo de matarlo dos veces.

III

Ramón Gómez se hizo hombre cuando su padre murió de pulmonía, algunos días después de haber cruzado el crecido río de Gurabo. Era el 1909, había pasado el temporal de San Severo y Ramón Gómez tenía diez años. Durante los sesenta que le quedaban, llevó una vida repleta de frugalidad y trabajo. Fue un buen alumno, según dijo su maestro Montes de Oca, quien le enseñó aquella bella caligrafía que estampaba en las cartas llenas de ternura y cotidianidad que enviaba a sus hermanos lejanos.  Siempre trabajó. Nunca se tomó un trago. Era enemigo de la vanidad: no le gustaba que le tomaran fotos. Respetaba el santoral y obligaba a sus hijos a bautizar a sus nietos en honor al santo que los había visto nacer. A la Capital debió haber ido alguna vez; a su conuco, siempre. Supo convivir con la duda y el desaliento. Con la zozobra de ignorar si el tabaco se daría, se vendería, y lo haría a un precio que le permitiría dar de comer a su mujer y a sus hijos. Con el desaliento de creer que no sería así. Aún en su vejez, sabía notar la ausencia de un racimo de plátanos que el menor de sus hijos había cortado en ocasión de un sancocho, sin prevenirlo. La muerte no lo sorprendió: los hombres austeros nunca olvidan que la muerte acecha, siempre.

IV

De Gérard Doncieux puede decirse poco: que, en 1917, al no poder enfrentar a los alemanes en Francia, por ser menor de edad, lo hizo en Polonia, donde su juventud no tenía importancia; que volvió de Polonia muchos años después; que de la vida que hizo allí poco se supo; que en su escritorio había una foto de una polaca, sobre la cual nadie se atrevió, nunca, a hacer ninguna pregunta; que hizo mucho dinero con una fábrica de carpetas instalada en la rue de la Pépinière, en París;; que se casó, cuarentón y calvo, con una muchacha que podía ser su hija; que, tuvo dos hijos que hubiesen podido ser sus nietos; que, no obstante esto, los crio con una severidad excesiva, excesiva incluso para la severa burguesía parisina; que prefería a veces la compañía de las cabras de la isla de Cézembre a la de las personas; que gustaba importunar a estas manejando un pescuezo largo americano tan largo que podía apenas transitar por las callejuelas de la exclusiva estación balnearia donde pasaba el verano; que era tan dado a la gula como a la ira; que su última cena fue digna del mismísimo Baco; que al oír a la Muerte llamarlo, intentó escapársele pero tropezó en las escaleras y terminó tendido sobre los escalones, empapado en sudor y vómitos, sin pantuflas y con la bata de seda roja y los ojos bien abiertos.