Al P. Alfredo de la Cruz Baldera, rector y pastor

Massimo Borghesi demuestra en su obra Jorge Mario Bergoglio Una biografía intelectual (Madrid, Ediciones Encuentros, 2018) que el Papa Francisco se sintió atraído por la tensión dialéctica de las polaridades. En primer y último lugar, a través de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola que animan a una persona a operar simultáneamente en dos planos: a tener fe como si todo dependiera de Dios, pero a actuar como si todo dependiera de nosotros.

Esa unión clásicamente jesuita de la naturaleza y la gracia -lo que Fessard llamó una teología “como si”- permite al seguidor de Cristo Jesús estar profundamente en el mundo, pero abierto a lo trascendente. Ser en el mundo, no ya abandonado a sí mismo como el `Dasein´ heideggeriano, sino como lo expresan sintéticamente los jesuitas siendo “contemplativos en la acción”.

Cada sujeto en sí mismo, mientras se desenvuelve en su respectiva comunidad y momento histórico, avanza en la vida espiritual viviendo dramáticamente esa tensión -permítaseme el neologismo- `encarnacional´, sin necesidad de anular, disolver o resolver la tensión optando por un polo en detrimento del otro. Al contrario, incapaz de unir sin confundir lo aunado, el “diabolos” es el que divide y separa mientras tienta a la gente a ver la polaridad como una contrariedad en la que dos valores o bienes compiten entre sí y uno solo tiene que primar e imponerse.

Podría ser útil advertir en este momento que el Papa Francisco descubre al menos desde su último prisma pastoral -como sucesor de Pedro- la razón última por la que el hombre no es para el sábado, sino el sábado para el hombre. Y por eso mismo, pleno de fortaleza, gozo y alegría, nos advierte y denuncia a propósito del camuflage de la sempiterna tentación que consiste en deslucir la gratuidad de la creación de Yahvé, quien dijo que Él es el que es, previo a revelarse como Amor.

El sábado previsto por la ley de Moisés quedó superado en la medida en que el hombre justifica la ley que lo instituye y no la esta ordenanza a aquél. Esto así porque el sujeto humano es para Dios y a Éste solo se llega por la gracia de la fe que permite reconocer que la vida terrenal no es el fin último de ser humano y tampoco de la creación.

Y por ese misterio inherente a la vida y a la muerte -muerte ya vencida según las Escrituras- no hay que caer en la tentación de deslucir e incluso no pocas veces de abjurar la fe y por supuesto tampoco el amor que todo lo puede. En particular, cuando se está en un terreno minado de renovadas seducciones como las que se presentan cuantas veces se pretende que la Iglesia como tal defienda posiciones circunstanciales como si fueran puras cuestiones de fe o de tradición eclesiástica, -aun cuando en verdad se trata la más de las veces de costumbres y de asuntos de época vislumbrados según criterios humanos temporales y animados por un espíritu interesado y meramente leguleyo.

Así, pues, ante la tozudez de la norma universal que acecha al ejercicio de poder de cuanta institución recorre los caminos de la historia, cuán difícil resulta discernir y asistir la magnanimidad y misericordia de Dios cuando Éste escribe líneas rectas en medio de tantas ataduras y torceduras.

La manzana paradisíaca salida del árbol del conocimiento del bien y del mal reaparece ahora en la tentación de la rigidez jansenista: ideología moralizante esencialmente anti-encarnacional que obstruye la apertura a la gracia divina cuantas veces separa la doctrina de la realidad humana. Sito en y desde la óptica católica y apostólica de la Iglesia, se trata de la misma tentación de legalismo e intolerancia que Francisco destaca constantemente en su alrededor: en nombre de una verdad o principio universal (ley, doctrina) hay quienes osan juzgar y condenar lo particular (realidades humanas concretas, situaciones pastorales complejas) y por tanto desoyen el llamado redentor y deniegan la compasión cristiana, siempre atenta a dar razón y rescatar lo concreto, circunstancial, individual.

He ahí por qué los hay que tratando de salvarse se pierden, pues resguardados en normas y susodichas leyes universales, desconocen o reniegan el perdón, la acción redentora de Jesús de Nazareth y misionera de su comunidad eclesisal; y, por ende, terminan malversando lo que es más crucial: la resurrección corporal que precisamente se debe a la metafórica piedra del templo de Jerusalén rechazada por todos.

A contracorriente, para Francisco, consagrado compañero de Jesús, verdad y misericordia forman una unidad en tensión. Inconfundibles e inseparables a la vez.

"El cristiano está llamado a ser un lugar de unidad en las divisiones de la historia, a llevar la tragedia de la época a la presencia de Dios, que es siempre mayor."

Así resume Borghesi la visión de Francisco de la comprensión dinámica del papel del cristiano en el mundo. Y, en el ámbito de la política, la unidad surge al permitir que la “Gracia” opere en el mundo, no evitando conflictos ni imponiendo un orden, sino como resultado de mantener unidos polos opuestos que permiten una reunificación que los trasciende y condiciona, sin por ello anularlos o dejar de preservarlos.

Obvio, eso solo es posible cuando se acepta que la realidad es más rica y compleja que cualquiera de nuestras ideas, principios y fines. Que estamos en el mundo para comprender y perdonar, más que para juzgar y condenar. Y por ende, aplicando esa realidad a la doctrina eclesial que deviene la conjunción de la ley y de la práctica pastoral, ella misma debe estar constantemente enraizada en realidades pastorales controvertibles y obstinadas, –so pena de descender a una especie de averno o práctica meramente mecanicista o moralizante y excluyente de estirpe diabólica y alejada de toda religión apegada a su original misterio pascual.

Hasta aquí la presentación del pensamiento abierto al otro y a la gratuidad del amor, de conformidad con la dialéctica de la re-conciliación del Papa Francisco, según Borghesi.

Concluyo repitiéndolo todo. Comprender el pensamiento de Jorge Mario Bergoglio -sorteando malos entendidos y entre/tenido por la dialéctica y la mística- es realmente cernir conscientemente la pasión que trasciende nuestros días y discernir la clave de lo que acontece en su pontificado. Dignidad esta de un régimen eclesial en cuyo lapso predominan la misericordia, la integración de la práctica pastoral del amor en la teología y la preocupación constante por hacerse próximo -desde la holgura de un pensamiento fraguado en la sencillez- de  todo lo cercano y lo lejano que enaltece de manera transubstancial -como evidencia la mesa eucarística- a la raza humana en procura de su verdadero Señor.